Estabas en el aeropuerto esperando a un amigo que llegaba del sur, cuando de la nada surgió esa criatura de turbadores encantos y acento resbaladizo. De inmediato la reconociste, pero no podías creer que fuera ella. Le preguntaste a una señora mayor y a un pibe que estaban por embarcar, y lo hiciste con tanto arrebato que ambos se asustaron y te miraron feo. Sin embargo, el kiosquero, que te había visto muy exaltado, te lo confirmó: “Es Scarlett Johansson, vino a filmar una película en Córdoba”.
Te derretiste en el acto. Habías empezado mal el día, pero ahora estabas en la gloria. Por obra de una maniobra hormonal, que supusiste era espiritual y mística, pasaste a un estado de gracia. Tu corazón latía más fuerte que el de King Kong cuando subía con Ann al Empire State. La habías visto pasar a tu lado, embutida en su falda entallada, con sus tatuajes de rosas y corderitos en la espalda. Dejó una estela de perfume importado que rebotó en tus fosas nasales y lo seguirá haciendo durante los próximos seis meses.
Un golpe de suerte, inesperado, había llamado a tu puerta. Tenías que buscarla entre la multitud. Porque el destino, como el dolor de muelas, no te abandona a la primera vez, sino que aparece al menos un par de veces.
“Un golpe de suerte, inesperado, había llamado a tu puerta”.
Scarlett, la rubia de Match Point, la película que te voló la cabeza, esa donde ella se enamora de un inglés casado y este la mata, ingrato, mala persona… Sus ojos, el perfil de sus labios, aquellos dientes blancos y la lengua rosada que asomaba cuando sonreía obstruían el escaso espacio libre que flotaba en tu cerebro.
Black Widow, Perdidos en Tokio, Lucy, ella era todo eso. La naturaleza, con esa infinita crueldad para con los hombres como vos, había querido dotarla de un juego de belleza cuya mera contemplación inducía a un estado cercano al paro cardíaco. Desde mucho tiempo atrás, el ochenta por ciento de tu masa cerebral, por no hablar de otras vísceras menores, quedó consagrado a la contemplación y adoración de la rubia.
Y ahora ella estaba en tu ciudad. Una epifanía. Con solo verla lograste exorcizar de una vez por todas el fantasma de la pérfida Emma, aquella colorada que con sus encantos espectrales te había embrujado cuando asomó tu acné. Ya lo dicen los boleros, que están escritos por maestros en las ciencias del querer: un amor lleva a otro amor, chau, Emma.
Mientras la buscabas por el aeropuerto, empezaste a imaginarla tendida candorosamente sobre un lecho de rosas, o de cualquier otra flor de pétalos suaves, ofreciéndote sus virtudes para que tu mano experta en cremalleras, cierres y otros misterios del eterno femenino llegase a aquel incomparable remanso de perfección. Si el Barba te hubiera querido fulminar en ese momento, solo le habrías pedido diez segundos más para despedirte de ella. Después que te lleve, qué importa…
Diez segundos. Exactamente ese tiempo fue lo que demoró Scarlett en mandarte de paseo cuando quisiste tomarla de la mano. “Get out of here, pervert..!!”, dice el kiosquero que te dijo. Agarrá el Duolingo y empezá a elegir el taxi que te lleve al centro, loser.