Mientras las Provincias Unidas en Sud América proclamaban su independencia en 1816, el mundo no era el más propicio para la revolución latinoamericana. Acaso como símbolo de ello, el 14 de julio, en un calabozo de La Carraca, en San Fernando cerca de Cádiz, moría su precursor, Francisco de Miranda.
Tras la derrota final de Napoleón en Waterloo, los vientos de la Restauración soplaban fuertes en Europa, donde el Congreso de Viena había terminado sus sesiones configurando un nuevo mapa del continente, que buscaba restablecer el “orden” prerrevolucionario. Las tres grandes potencias absolutistas, Austria, Rusia y Prusia, mediante el tratado de la Santa Alianza y lo acordado en Viena, pretendían alejar toda amenaza revolucionaria en el futuro, lo que no haría más que incentivarla en poco tiempo. Como si ese “restablecimiento del orden” absolutista no fuese castigo suficiente para los pueblos europeos, la naturaleza se ensañó sobre ellos: 1816 fue “el año sin verano”, como efecto de la violenta explosión del volcán Tambora (en la actual Indonesia) de abril de 1815. Las emisiones de cenizas llegaron a la estratósfera y produjeron un “invierno volcánico” que afectó sobre todo al hemisferio norte del planeta. La pérdida de las cosechas y la mortandad del ganado, sumadas a las medidas para hacerles pagar los costos del largo período de guerras, significaron para los campesinos y trabajadores de Europa una de las mayores hambrunas del siglo XIX.
En América, las fuerzas españolas de reconquista avanzaban por casi todo el continente. El fracaso de la tercera expedición al Alto Perú, comandada por Rondeau y derrotada definitivamente en noviembre de 1815 en Sipe-Sipe, forzó la heroica resistencia de las “Republiquetas”, que sufrieron duros golpes: en marzo de 1816 cayó Camargo; en septiembre, Padilla; y en noviembre, Warnes. Aunque Juana Azurduy mantuvo la lucha, al igual que Güemes y sus gauchos en Jujuy y Salta, las ofensivas realistas se hacían cada vez más violentas.
Lo mismo ocurría en las actuales Venezuela y Colombia, donde el afán de cercenar cabezas de Fernando VII, su esbirro el general Morillo y sus lugartenientes no tenía límites. Una tras otra las ciudades fueron cayendo en sus manos, seguidas de ejecuciones. Una nueva campaña de Bolívar, que con ayuda de la independiente Haití desembarcó para reemprender la lucha, comenzó con serias dificultades y solo al año siguiente empezaría a dar resultados. Entretanto, en Cuyo, San Martín preparaba a toda velocidad el Ejército de los Andes para llevar adelante su plan continental, pero todavía Chile y Perú seguían en manos españolas.
En ese mundo poco favorable para la revolución, Belgrano había cruzado el Atlántico por última vez en su vida con dirección a su tierra natal, mientras en Roma el compositor Gioacchino Rossini estrenaba, paradójicamente en el Teatro Argentina1 de aquella ciudad, su ópera El barbero de Sevilla, y el filósofo alemán Hegel completaba la publicación de su Ciencia de la lógica.
1 El Teatro Argentina, dedicado el género lírico, está ubicado en la plaza de Largo di Torre Argentina, que hace relación a algo plateado, no a nuestro país. Es uno de los más antiguos de Roma y fue inaugurado el 11 de enero de 1732.