Siempre sostuve que la felicidad está en las cosas que no planeamos, en las que no vemos venir, esas que aparecen de la nada, como los suspiros de los amores nuevos o los chaparrones de verano. Pero últimamente este mundo se está volviendo previsible, y esas cosas se van extinguiendo.
A cierta edad, la llegada del otoño genera la misma emoción que el arribo de una colorida primavera. Si bien en primavera las flores explotan y llenan los espacios de colores, las sacudidas otoñales de los arces y los fresnos revoleando hojas amarillas por todas partes embellecen la sensación de la caída. Lo que se desprende logra hacerlo suavemente y a tiempo, iluminando el aire en su transcurso. No todo lo que cae es derrumbe.
Esas suaves brisas permiten contemplar cómo los árboles ofrecen el espectáculo de su paulatina desnudez, iluminada con tantas tonalidades como sea posible imaginar. Desde el anaranjado prepotente hasta la estridencia de un amarillo flúor o la brillantez de un rojo acaramelado. De golpe pienso: ¿cómo hacen los árboles para renovarse todas las estaciones y seguir siendo lo que eran?
Debemos aprender del mundo vegetal, dejarnos alcanzar por sus reglas. Renovarnos en cada estación, como una meta de vida para que la savia nueva nos llene con su inagotable poder. Y hacerlo así, como venga, sin planearlo demasiado y según vaya saliendo de acuerdo a los sentimientos del momento.
“Debemos aprender del mundo vegetal, dejarnos alcanzar por sus reglas”.
En un otoño renovado, es posible volver a recorrer las calles como si el mundo fuese nuestro, como si todo estuviese a nuestros pies, como si fuésemos a poblarlo de criaturas maravillosas, de niños y de sueños, refundando mundos a cada minuto, dejando un reguero de flores y de buenos deseos en el camino. Elegir el sendero que más nos guste, susurrando al oído de quien quiera escucharlo: “No importa el tiempo, ser feliz es lo único que vale”. Volver a ser un animal salvaje paseando por la selva, siguiendo el instinto que equilibra la naturaleza. Sumar más viajes, más mar con quienes más queremos. Y alimentarnos con nuevas lecturas. En los libros, la salvación completa todavía es posible, como cuando mi madre vivía. Volver a sentir un mosaico de nuevas sensaciones, mientras vamos haciendo una suerte de balance de vida, vínculos, lecturas y escritura.
No importa que después lleguen los fríos. Y no me refiero solo a cuestiones climáticas. El frío social, la soledad de muchos, la solidaridad empobrecida, ideales que se vuelven cálculos en lugar de ilusión. Pero dejemos eso para cuando venga el invierno. Ya veremos en qué nos reconvertimos y cuál será nuestra optimista metamorfosis.
Por eso, en este momento, me estimulan las hojas amarillas de los fresnos, como si nos dijeran tenuemente que nos vayamos preparando para algo no planeado en este equinoccio. El otoño, con su paleta de ocres, permite comprobar que la belleza del instante acentúa la existencia del ser humano en la Tierra. Lo hace sensible y poderoso. Y eso debería ser el mejor combustible para lanzarnos a vivir una nueva aventura.