Cada año, miles de toneladas de chicles desechados se convierten en una fuente de polución plástica que no se recicla ni se recoge adecuadamente, afectando al medio ambiente. Lo que comenzó como una práctica ancestral se ha transformado en un problema moderno de contaminación.
El chicle tiene raíces históricas profundas. Los aztecas y mayas masticaban la savia del árbol de chicle, una goma natural. Hace al menos 5.700 años, en Europa, se usaba brea de corteza de abedul con fines de higiene oral. En el siglo XIX, el expresidente mexicano Antonio López de Santa Anna intentó sin éxito introducir el chicle en EE.UU. para fabricar ruedas.
Sin embargo, Thomas Adams, su asistente, creó la marca Chiclets y popularizó la goma de mascar. Durante la Segunda Guerra Mundial, las tropas estadounidenses extendieron su uso por el mundo al incluirla en sus raciones.
Con el tiempo, la industria reemplazó la savia natural por polímeros sintéticos derivados del petróleo, como el estireno-butadieno (usado en neumáticos), polietileno (plástico de bolsas y botellas) y acetato de polivinilo (cola blanca). Así, el chicle moderno se convirtió en un producto petroquímico no biodegradable, contribuyendo al problema global de los plásticos.
El chicle no solo contamina el entorno, sino que también libera microplásticos al masticarse. Según un estudio presentado en 2025 por la Sociedad Química Estadounidense, cada gramo de chicle libera en promedio 100 microplásticos a la saliva, pudiendo llegar a 600. Una pastilla de 2 a 6 gramos puede generar hasta 3.000 partículas. Una persona que consuma entre 160 y 180 chicles al año podría ingerir unos 30.000 microplásticos. Sorprendentemente, tanto los chicles sintéticos como los de goma natural liberan cantidades similares de estas partículas, según la investigadora Lisa Lowe.
Aunque los efectos de los microplásticos en la salud humana aún no están claros, su presencia en el organismo es preocupante. Sanjay Mohanty, director del estudio, subraya que los microplásticos liberados en la saliva son solo una fracción del plástico del chicle, pero este sigue siendo una fuente de contaminación ambiental. Su recomendación: no tirar el chicle al suelo ni pegarlo en superficies, ya que esto agrava el problema.
Los chicles son el segundo residuo más común en las calles, solo superado por las colillas de cigarrillos. Eliminar un chicle del pavimento puede costar más que su precio de compra. Se estima que anualmente se producen 1.74 billones de pastillas de chicle, equivalentes a 2.4 millones de toneladas, de las cuales 730.000 son goma sintética. Algunas fuentes calculan que los chicles generan 100.000 toneladas de basura plástica al año. Este residuo, que no se recicla, representa un enorme desafío ambiental y una carga para los servicios de limpieza.
No existen soluciones generalizadas para desechar chicles de forma ecológica. La opción más responsable es envolverlos en papel y desecharlos en la basura, evitando que se conviertan en una molestia o un foco de bacterias. Sin embargo, la falta de sistemas de reciclaje específicos y la naturaleza no biodegradable del chicle moderno agravan el problema.