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REGALO NAVIDEÑO

Quiero contarles el día que conocí a Dustin Hoffman. No solo lo vi: el mismísimo astro me saludó con un “Hola, chaval” y me palmeó la espalda. Yo debía tener poco más de veinte años. Estudiaba Periodismo en Córdoba y trabajaba como zorro gris para pagarme los gastos de vivir lejos de casa. Lo de “zorro gris” es aquel viejo apodo que definía al agente de tránsito; aclaro para que millennials y centennials no pierdan el hilo.

Una mañana me destinaron a patrullar la cuadra de San Jerónimo al 200, pleno centro. Mi tarea era dirigir el tránsito en la esquina de Alvear durante media hora y luego recorrer la cuadra, espantando a quienes insistían en estacionar en zonas prohibidas. En esa vereda estaba el Hotel Nogaró, clásico de los 70, elegante y punto de referencia para visitantes con billetera generosa.

Caminaba distraído cuando vi salir a Dustin del hotel. Tropezó con una puerta de vidrio que se negaba a darle paso. Llevaba unas enormes gafas negras que le cubrían parte del rostro, pero era inconfundible: bajito, con el jopo perfectamente arreglado y esa expresión ingenua tan suya. Era él, el protagonista de El graduado, Papillón, Perdidos en la noche, entre otros títulos. En pleno apogeo de su carrera, estaba parado a pocos metros de mí, con ropa sencilla y aire de turista.

Me quedé quieto, mirándolo fijo, seguramente con la boca entreabierta, como un nene de hoy cuando se topa con Messi en la calle. El tipo lo notó, sonrió con total naturalidad, me palmeó la espalda y subió a un taxi rumbo a vaya a saber dónde.

Esa noche, al volver al departamento que compartía con siete amigos –sí, vivíamos ocho en dos dormitorios–, conté mi historia y todos me tomaron para la joda. “¿Dustin Hoffman en Córdoba? ¡Dale!”, me decían muertos de risa. Y quizá tenían razón: ¿qué hacía una estrella de Hollywood por acá un lunes a la mañana?

“Un tal Dustin Hoffman me palmeó la espalda y me dijo ‘Hola, chaval’”.

Al día siguiente, uno de mis compañeros trajo La Voz del Interior. En la sección “Espectáculos” se leía que Dustin Hoffman había estado efectivamente en Córdoba, tras haber participado en un almuerzo con Mirtha Legrand en Buenos Aires. Decían que había venido a conocer La Cumbre, donde tenía un pariente, y que había logrado esquivar a los periodistas que lo perseguían para sacarle alguna declaración. 

“¡Tomááá! ¡Era él!”, les grité triunfante.

La anécdota podría terminar ahí, pero en realidad empieza mucho antes, cuando yo era chico y vivía en mi pueblo frente a un cine. Cada vez que salía de casa, lo primero que veía era la cartelera, llena de afiches que anunciaban las películas de entre semana o del sábado y domingo. Aquellas imágenes me generaban una sensación luminosa y feliz, me transportaban a mundos de fantasía donde todo parecía posible. Y soñaba, ingenuamente, con ver de cerca a alguno de esos artistas.

Hasta que pasó. Una cálida mañana de diciembre, en la escalinata del Hotel Nogaró, en el centro de Córdoba, un tal Dustin Hoffman me palmeó la espalda y me dijo “Hola, chaval”. Fue un lindo regalo de Navidad.

 

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