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LA PALOMA: LA PLAYA DE LOS ATARDECERES MÁGICOS

La primera playa oceánica del este uruguayo combina su esencia agreste con la comodidad de un balneario encantador. Un lugar para disfrutar del sol, el mar y la tranquilidad, pero también de una rica gastronomía, historias de piratas y barcos encallados, y una costa infinita que se mezcla con el bosque.

Alguna vez, hace varias décadas, apenas habían oído ese nombre surgido del dibujo que la costa les mostraba a los navegantes que se aproximaban desde el horizonte atlántico: La Paloma. 

Auto nuevo, pareja flamante y la intención de cruzar juntos el charco para sumergirse en el Uruguay, rumbo al este, hacia donde el destino los guiara. Las primeras paradas: unas horas en Colonia, caminatas por Montevideo, la seducción de Piriápolis y un paso fugaz por Punta del Este, donde se acaba el Río de la Plata y nace el Atlántico. 

Al fin, la llegada a la Oceanía del Polonio, en el departamento de Rocha, con su costa, sus atardeceres, su candor, su gente, su infinita belleza. Al fin, La Paloma.

El instante mágico se produjo al tercer día de la estadía, cuando acabó la semana de carnaval y el balneario se entregó solitario y cautivante. Un paseo por la playita del Faro, hurgando entre los caracoles. Un atardecer en el Cabito. El infaltable fuego generoso, a la noche, en la parrilla doméstica. Las eternas caminatas por Del Navío, la avenida con más curvas del mundo. El entrañable Maguila, que irradiaba simpatía y te vendía el diario, libros u otras cosas en su quiosco de las Cinco Esquinas, o los llevaba con su motito ronca. Las historias de fantasmas de la Bahía Chica. Las de los piratas y sus barcos encallados en toda esa zona. 

Las tardes ventosas y el cobijo del Parque Andresito. Las cabalgatas por La Aguada. Las cabinas de larga distancia de la ANTel. Las compras en Los Molles, un súper de pueblo, inigualable. El boliche Caravan, donde solía tocar Leo Maslíah. El peso uruguayo, que estaba mucho más bajo que el argentino. Las bicicleteadas hasta el puerto y el regreso apurado a comprar churrinches para el mate en la playa. 

Los sempiternos asados nocturnos, jamás a carbón, sí con los troncos desprendidos de los añosos pinos. Los churros rellenos, las inigualables tortafritas en Antoniópolis. Las Pilsen, todo lo que haga Conaprole. Las miniaturas de pescado o los buñuelos de algas en el ranchito de la ciudad vieja. La última mesa de La Farola, de cara a la Solari, la avenida principal. Su café con leche, servido en una copa altísima: los líquidos solo se mezclan cuando cae el azúcar que los hace explotar. El antiguo hotel Bahía. El viejo letrero de la estación de tren, donde Paloma (su nombre no es ninguna casualidad) se colgaría, años después, para las fotos. Los tejos y la playa, el sol y la playa, el viento y la playa. Las playas infinitas.

Los miles de viajes posteriores. Los cumpas que llegarían después. El Oreja, ese perro conmovedor, que llorisqueaba de alegría tras cada reencuentro anual y que encauzó amistades entrañables. La cabaña de troncos en pleno bosque del barrio Country, rodeada de pinos. La ilusión nunca concretada hasta ahora: soportar allí un invierno palomense junto al hogar de leños.

La vista desde el faro de la parte más antigua de la ciudad y de la Bahía Chica abrazando a la particular isla La Tuna.

¿Cómo no enamorarse de La Paloma?

Luego ese lugar creció con energía. Tras la pandemia cuenta con varios miles de pobladores estables más, muchos de ellos argentos. Pero el amor es el mismo que nació aquel verano del 95 cuando el tipo se zambulló por la ruta 15 que llega desde Rocha y una boya gigante, roja, en medio de la rotonda que trifurca el camino, le anunció la llegada. Los tres ingresos a La Paloma: al centro, a la terminal de buses o a Sagitario. Unos metros más y el mar se asoma allá al fondo de la avenida, en el horizonte. Es la playa El Cabito. La imagen crece cuadra a cuadra, junto al olor del mar, junto al repiqueteo del corazón. Las olas danzan en un son de recibimiento íntimo, buscan los recovecos de las piedras milenarias, filosas, elegantes que el agua horadó durante miles de años. 

La bajada a la playa Solari y las embarcaciones que utilizan los pescadores.

LAS OLAS

Llegan temprano a La Serena. Mate, libro, silencio, el mar tibión, algunas gaviotas, el sol que empieza a pegar oblicuo, pero con fuerza. La playa tiene unos 22 kilómetros, pero el mundo, ahora, se ciñe a esas arenas muy blancas y la intermitencia sonora que produce el golpeteo de las olas, el siseo del reflujo del mar. Los bañeros aún no llegaron. El cielo es, por supuesto, rabiosamente celeste.

Esa mañana les toca a las playas del sur. Bajan a la costa por el Cristo de Lucho. La proa de un viejo barco, algún resto de cera de vela en un pocito en la arena –mención tardía de un ritual nocturno–, ropa blanca, flores al mar. La caminata es acompañada por perros propios y los que se sumen, saltimbanquis siempre. Van por las playas: La Anaconda, con su orilla más húmeda. La Mula, donde arranca la irregularidad del terreno. La Serena, donde se hace realidad el horizonte del noreste continental. Pasa algún auto que viene por la costanera Botavara y sigue por la calle de arena que bordea el mar, hasta que las dunas lo permiten. Arena que se hace infinita hasta la laguna de Rocha, que desemboca en el Atlántico. En toda esa zona, el ingreso al mar es suave, las profundidades se perciben a lo lejos. Algún pescador rompe con la monotonía de kilómetros playeros. 

Claro que el balneario más concurrido es La Balconada. El único de La Paloma que tiene un ingreso abrupto al mar. En pocos metros se hace profundo. En las enigmáticas playas de la Bahía Chica, frente a la isla La Tuna, suelen encallar los veleros que se animan a acercarse: es la zona de la ciudad vieja. De las primeras casas del balneario, de algunos centros culturales que conviven con el municipal y que exponen una intensa vida cultural y social: pintura, tango, literatura, gastronomía, historia, danzas varias, diferentes labores y artesanías. Aunque, además, un paseo indispensable es la feria de calle Paloma. Con piso de arena y stands de madera y lona, y a metros de la Ancap local y del liceo local, allí se encuentra todo, absolutamente todo lo que se busca. Tal vez la perla sea el también artesanal patio de comidas, y allí la marisqueada gigante en una cazuela infinita…  

El faro se encuentra en la punta del cabo de Santa María, pegado al centro palomense. Hacia el noreste se llega al puerto. Luego una continuidad de balnearios y localidades muy características, como La Aguada, Costa Azul, Antoniópolis, Arachania. Hasta allí llegan los turistas, allí vive una buena parte de la población estable. También hasta allí se trasladan los surfistas: dependen de las condiciones climáticas y del viento para hallar mejores olas en estas playas o en las del otro lado del faro. En general, las olas rochenses son muy favorables para esas prácticas y, de hecho, hay numerosas escuelas de surf, para todas las edades, distintos niveles y todas las variantes.

Toda la costa rochense es la favorita de los surfistas, que practican muy diversas modalidades, no solo en la temporada estival.

EL MÁS ALLÁ

A esas playas que están hacia el este se llega por la propia costa o por la ruta 10 que nace a siete kilómetros del centro. Y en el kilómetro 13, una nueva rotonda que anuncia la elegancia salvaje de La Pedrera. La avenida Rocha, en menos de mil metros, no solo trascurrirá calles de alojamientos, algunas de artesanías, otras eminentemente gastronómicas, para finalmente zambullirse en una rambla de antología, con un balcón que exalta los sentidos y una belleza que provoca el recelo incluso de los más bonitos balnearios del Mediterráneo. Los carnavales en esa avenida principal resultan formidables e interminables. De un lado y del otro de esa rambla florecen exquisitos ranchos, de infinitas arquitecturas, mezclados con las casas originales de principios de siglo XIX. Si tienen vista al mar, además, se convierten en guaridas alucinantes… 

Como lo son la seguidilla de breves balnearios consecutivos hacia el este: el Desplayado, Punta Rubia, Santa Isabel, Tajamares de La Pedrera, Las Lomas, San Antonio, El Palenque… 

Así hasta llegar al Cabo Polonio, un particular balneario al que solo arriban camiones que trasportan turistas o algunas 4×4. Tampoco hay tendido eléctrico salvo para el faro y el hotel que se encuentra en su base. El sitio predilecto de excéntricos y hippies setentistas, que fue convirtiéndose en una playa de culto. Con sus casas sin luz a lo largo de ambas costas y sus islotes (Torres, Rasa, Encantada y El Islote) desbordantes de lobos de mar.

Muy cerquita nace Valizas, luego vienen Aguas Dulces, la Esmeralda, algunos kilómetros más allá Punta del Diablo (una deliciosa localidad pesquera) y finalmente el increíble Parque Nacional Santa Teresa, de 3000 hectáreas, la mitad cubiertas de bosque, con más de dos millones de árboles exóticos y nativos, un fuerte colonial y media docena de playas agrestes, enmarcadas en pequeñas quebradas, verdaderos balnearios brasileños en pleno este oriental, de cara al océano. Un sitio extraordinario que merece un futuro relato en esta sección.

En definitiva, paseos excepcionales a escasas distancias de La Paloma. Tan cercanos como para regresar antes del atardecer… Cuando el rojo fuego lo domina todo desde el horizonte. Es un atardecer que dura una brevedad, día a día. El sol se va engordando y se ruboriza a medida que se acerca el contacto carnal con el mar. Dicen que no hay atardeceres como los de Uruguay, aseguran que ninguno tiene la musicalidad de ese punto exacto de costa este oriental. Juran y perjuran que los dioses se esconden junto al sol si se mira desde la playa de El Cabito. Justamente, la que se ve en el horizonte si se ingresa a La Paloma por la avenida Sagitario… Los aplausos a ese fenómeno diario de la naturaleza son absolutamente merecidos.

Una postal típica. El sol se va guardando en el horizonte y le da una luminosidad muy particular a toda la costa.

 

EL FARO 

Desde las playas, el faro del cabo de Santa María parece apenas un alfiler que desborda de la bahía. El chiquilín cierra un ojo y mira con el otro a través del círculo que forma con los dedos y lo atrapa. Alumbró por primera vez el 1° de septiembre de 1874, cuando fue fundada La Paloma. Durante décadas, esa costa fue transitada por todo tipo de embarcaciones y, aún hoy, la mayoría pesqueras, se sirven de su luz. Posee una altura de 30 metros y un alcance luminoso de 20,5 millas náuticas. Tiene un ingreso angosto y una escalera caracol bordea su interior: por ahí se llega hasta la cima. Un balcón redondo en derredor del foco permite una vista extraordinaria de la ciudad y sus alrededores.

 

LA FAMA  

Miles de argentinos eligen la costa de Rocha desde hace años. Más agreste y apocada, tan o más hermosa, sin la sofisticación de la zona de Maldonado, donde está Punta del Este. Incluso durante la pandemia, decenas de ellos se afincaron permanentemente. Algunos, conocidos por los argentinos. Desde principios de siglo, viven allí el Pelado Cordera, que tiene su casa en el barrio Country; o Maitena, que en Punta Rubia pergeña sus dibujos y su creatividad. Entre los uruguayos famosos, Jorge Drexler y su familia disfrutan de su casona en uno de los extremos de La Balconada, junto a la playa. Como también el presidente Luis Lacalle Pou, quien tiene su extravagante cabaña, solitaria, en La Serena: es un habitual surfista que aprovecha las olas palomenses.

NOTAS DESTACADAS:

SUNA ROCHA: “SOY CANTORA PORQUE TENGO UN PORQUÉ”

Con más de cuarenta años de trayectoria, el canto sigue siendo su camino. En cada letra que interpreta, busca dejar explícito su compromiso con la sociedad.

LUCIANO CASTRO: “NO TRABAJO PENSANDO EN QUÉ DIRÁN”

Fue futbolista y llegó a la selección sub-17, fue estrella juvenil y galán de novela. Es, sobre todo, un hombre que aprovechó sus oportunidades y herramientas para crecer en un oficio que, asegura, lo acerca a la verdad.