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Lo relaté en alguna ocasión, pero, al celebrarse durante este mes el Día del Maestro, creí oportuno volver a evocar lo sucedido en uno de los tradicionales banquetes que siguen a la ceremonia en la que se otorgan los premios Nobel en Suecia. 

En 2007, tres científicos compartieron el galardón en Fisiología o Medicina por los descubrimientos que hicieron posible modificar genes específicos en células madre de ratones. Eso dio origen a los “ratones de diseño”, que han sido fundamentales para el progreso de la ciencia contemporánea. Durante el fastuoso banquete celebrado en el Salón Azul del Ayuntamiento de Estocolmo, agradeció el premio uno de esos investigadores, Oliver Smithies, británico que desarrolló su carrera en los Estados Unidos de América.

En esa circunstancia, luego de reconocer a los estudiantes y colegas de los premiados, sin cuya colaboración no podrían haber concretado sus trabajos, señaló que su propósito era saldar una deuda más antigua: la contraída con los maestros. Para hacerlo, evocó tres experiencias personales. La primera se remontó a su escuela primaria en Halifax, Inglaterra, donde su profesor de Matemática fue el “raro” G. E. Brown, que no era querido por sus alumnos y cuyas clases se caracterizaban por la indisciplina. “Pero –dijo– amaba la matemática y el cálculo, y logró transmitir ese amor al menos a uno de sus estudiantes: a mí”.

En las circunstancias que atravesamos, muchos docentes se desaniman ante las crecientes dificultades de todo tipo que deben enfrentar en su tarea cotidiana. Pero el recuerdo de Smithies les confirma que, si durante el curso de su vida, quien enseña algo tiene el privilegio de contagiar el amor por eso que enseña al menos a un alumno, esa vida habrá adquirido su más pleno sentido. Ningún docente sabe de antemano si germinarán las semillas de humanidad que va sembrando en su quehacer cotidiano ni tampoco cuándo y en quién lo harán. En este caso, el entusiasmo del “raro” Brown dio sus frutos en ese alumno que recibía el premio Nobel.

“Son los maestros que hallamos en el camino, que nos enseñan a completarnos”.

Smithies citó luego la experiencia que vivió con Field Morey, un distinguido aviador que le enseñó a volar cuando ya había superado los 50 años, una tarea nada sencilla. “Pero –dijo– me enseñó algo más importante que pilotear un avión. Me enseñó que es posible superar el miedo si se tienen conocimientos”. Ese miedo –el de fracasar– que experimentamos cuando emprendemos algo nuevo, puede ser superado mediante el saber.

Finalmente Smithies evocó a Alexander Ogston, un destacado químico que fue su tutor en Oxford y cuya concepción de la ciencia le sirvió de guía durante toda su vida. Decía Ogston: “La ciencia es más que la búsqueda de la verdad, más que un juego desafiante, más que una profesión. Es una vida que personas muy diversas transitan juntas, en la más cercana proximidad, una escuela de vida social. Somos miembros unos de otros”.  

Las palabras de Smithies nos recuerdan que nuestras vidas se desarrollan en estrecha relación con personas muy diferentes junto a quienes aprendemos a vivir. Son los maestros que hallamos en el camino, que nos enseñan a completarnos, a conformarnos como humanos. Porque, como bien lo señalara el maestro de Smithies, “somos miembros unos de otros”. 

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