De manera casual tropecé con una serie de tuits de Andrés Rivera (@followero), que se define como “maestro de primaria” en Valencia, España. Comenzaba diciendo: “Los maestros hemos sido mansamente persuadidos de que actitudes que durante milenios han sido síntomas obvios de malacrianza ahora han de ser elevadas a los altares de la pedagogía”.
No resistí la tentación de compartir con quienes leen estos textos algunas de esas actitudes que describe Rivera y que, creo, definen con acierto mucho de lo que nos sucede, allá y aquí. Dice:
– Al niño no hay que contrariarlo nunca, sino identificar sus apetencias con aquello que le conviene. Al parecer, darle a entender al niño que el mundo no gira a su alrededor es, en lugar de aproximarnos a la realidad, una crueldad.
– El niño madurará de forma óptima si vive permanentemente resguardado de todo sinsabor, de toda dificultad, de toda contradicción. Dosificarle dificultades para que madure es algo retrógrado.
– El patrón oro para estimular la curiosidad del niño y que aprenda es hablarle de aquello que ya conoce. Y de entre esto, solo de aquello que le interesa. No vaya a ser cosa que incorporar conceptos nuevos a su conciencia altere el equilibrio del universo.
– La opinión del niño ha de ser puesta en plano de igualdad con la del educador o la de sus padres porque ello lo volverá democrático. Nada de hacerle ver el valor de la experiencia porque un “no sé qué” de la era digital invalida todo el saber humano acumulado.
– Ante la duda, hay que asumir que el niño tiene una buena razón para desobedecer o rebelarse porque su propia juventud lo hace poseedor de una sabiduría acorde con los tiempos que a nosotros, obsoletos como estamos, se nos escapa.
Es difícil encontrar una mejor descripción de la actitud que prevalece en la educación contemporánea, horrorizada ante el esfuerzo y las normas y, sorprendentemente, ante el saber.
– A la mente del niño solo se accede desde la emoción. Y esta, por supuesto, ha de ser gratificante. Pretender apelar a la razón, al intelecto del niño, es, de nuevo, una crueldad impropia, porque los niños son incapaces de pensar y de enfocarse si no se les agasaja.
– Darle al niño la razón por sistema es el punto de partida para volverlo empático hacia las necesidades de los demás. Solo así, colmando sus apetitos y caprichos –lo que es un bienestar irrenunciable– pasará a estar en condiciones de ser solidario con los demás.
– El estado natural del niño es la holganza y la dispersión. En el mundo nuevo que emergerá tras el triunfo de la nueva pedagogía, se habrá erradicado el trabajo, el esfuerzo, el sufrimiento. Hablar a favor del esfuerzo es profundamente reaccionario y opuesto al progreso.
– El pasado no cuenta. La referencia más válida se ha de tomar de 20 años para acá, por la potencia de los cambios incorporados por Internet. El comer a diario, el tren, la radio, la mejora de la sanidad, las conquistas sociales son minucias comparadas con lo digital.
Quien lee estas líneas coincidirá en que es difícil encontrar una mejor descripción de la actitud que prevalece en la educación contemporánea, horrorizada ante el esfuerzo y las normas y, sorprendentemente, ante el saber. Entronizando al caprichoso “niño rey”, como lo definen muchos autores, muy posiblemente no estemos contribuyendo a desarrollar personas capaces de enfrentar los desafíos que les planteará la vida.
Foto: Markus Spiske / Unsplash.