Me acuerdo de las películas con finales que le gustan a la gente. El Expreso de medianoche, con Brad Davis pegando el saltito luego de fugarse de la cárcel turca. O la última escena de Sueños de libertad, cuando Morgan Freeman encuentra la carta y la cajita que Tim Robbins le dejó en el árbol, después de sufrir injustamente en prisión. También el final de Gladiador, donde Máximo le propina una paliza moral a Cómodo. El público se paraba para aplaudir en cada función.
Me acuerdo del Bucky, el perro de mi primo Carlos, no mucho más alto que un niño. Era un callejero alemán de acotada elegancia y dudoso pedigrí, herido en combate por un auto que lo había atropellado y le había arrancado la mitad de la cola. Desde chiquito fue el perro de la barra. Se fue hace tiempo, pero su espíritu sigue con nosotros.
Me acuerdo de los sábados cuando boxeaba Monzón. Escuché por radio las dos peleas que le ganó a Benvenutti. Las otras vinieron por tele, una de ellas la vi con un amigo que casi se infarta cuando Bennie Briscoe metió el famoso piñón. Carlitos fue el mejor campeón dentro del ring y el peor afuera, qué lástima.
Me acuerdo de mi maestra de música en la primaria. Usaba peinados vaporosos y era tan petisita que teníamos que ayudarla a subir el cordón de la vereda. Tocaba Para Elisa con cuatro dedos y sonaba muy mal, pero igual voy a guardarme esa musiquita para cuando se me llene de moho el corazón.
“Recordar mucho me agranda un agujerito que se me hizo en el pecho”.
Me acuerdo de la historia de Mercedes Ramón Negrete, el albañil paraguayo que ganó el Prode en 1972. Acertó los trece partidos y se llevó 391.437.948 pesos ley 18.188, equivalentes a 150 millones de hoy. Lo primero que hizo fue ponerse el diente que le faltaba; y lo segundo, abandonar a su novia Fabiana López. La tevé amarillista se hizo un festín con su historia.
Me acuerdo de haber entrado a la iglesia y arrodillarme ante Dios. Tenía 12 años y una pila de pecados sin estrenar. Me sentí como ante un pelotón de fusilamiento. ¿Qué has hecho? Espié a mi prima Silvia por el agujerito de la llave. ¿Qué más? Saqué dos monedas del saco de mi papá y nunca le dije. ¿Qué más? Me burlé del gordo Carballo cuando se cayó de la bici.
Me acuerdo de Dios. Él, en cambio, no debe acordarse de mí. Bahhh, qué se yo.
Me acuerdo del cartel negro, escrito con tiza al frente de la rotisería de mi cuadra. Decía “Hoi ñoqi”.
No me acuerdo bien en qué año llegó Sergio Denis a mi pueblo, pero se armó una revolución cuando lo anunciaron, tres meses antes. Principios de los 70, seguro. Llegó a las seis de la mañana al salón del club, explotado de gente, y largó con Te llamo para despedirme, la misma que cantaba cuando se cayó al foso en Tucumán. Admiraba la facha del tipo, pelo largo, pantalones ajustados, pulóver al cuello. Las chicas morían por él. Por qué, por qué / no sé por qué / estoy yo aquí / llorando por ti / si ya te olvidé…
Me detengo aquí, porque recordar mucho me agranda un agujerito que se me hizo en el pecho, por donde pasan cada vez más suspiros. Y no quiero tener que remendar este corazón nostálgico.