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Desigualdad y educación

El gran educador estadounidense Horace Mann afirmaba en 1848: “La educación es un gran igualador de las condiciones de los hombres: la rueda de equilibrio de la maquinaria social”. Esa misma concepción fue impulsada entre nosotros por Sarmiento, admirador de Mann. Su apuesta de “educar al soberano” expresaba la confianza de su generación en que la educación constituía la mejor herramienta no solo para intentar compensar las desigualdades originadas en el contexto en el que cada persona nace y se desarrolla, sino también para garantizar un ejercicio más responsable de los derechos civiles.

Como hemos comentado en estas páginas, es abrumadora la evidencia reciente que muestra el fracaso de la Argentina en ese intento de igualación de las oportunidades de sus ciudadanos. Efectivamente, los resultados de las evaluaciones educativas llevadas a cabo entre nosotros, tanto en las pruebas nacionales como en las internacionales, coinciden en señalar que lo que mejor predice el rendimiento de los estudiantes primarios y secundarios es el nivel socioeconómico y cultural de sus familias. Es decir que la educación no está contribuyendo a elevar a aquellos que más lo necesitan, ya que no logra modificar el ciclo de reproducción de la pobreza de conocimientos. No consigue revertir de una manera significativa el “efecto cuna”, la determinación del futuro de la persona ligada al azar de su nacimiento.

Un reciente análisis realizado por el Observatorio de Argentinos por la Educación muestra que la situación de los estudios universitarios es un obvio reflejo de ese fracaso. Los resultados indican que el 46 por ciento de los jóvenes de entre 19 y 25 años pertenecientes al 10 por ciento más rico de la población continúa estudios universitarios, mientras que en el 10 por ciento más pobre solo lo hace el 12 por ciento. Es decir que solo 1 de cada 10 jóvenes del nivel más bajo llega a la universidad, mientras que lo hacen 5 de cada 10 en el nivel más alto.

“La educación no logra modificar el ciclo de reproducción de la pobreza de conocimientos”.

Además de estas desigualdades en el acceso a la universidad determinadas por el nivel socioeconómico, se han comprobado grandes diferencias en la continuidad de los estudios. En primer año, los alumnos de menores ingresos representan el 8 por ciento del total, mientras que en el quinto año son el 1 por ciento del total. Lo contrario sucede con los jóvenes de mayores ingresos, quienes siendo el 5 por ciento de la matrícula inicial, llegan al 13 por ciento en el último año.

El informe aporta otros datos interesantes, como el hecho de que el porcentaje de mujeres que estudian en las universidades es mayor que el de los varones en todos los sectores sociales. Asimismo, casi el 50 por ciento de los jóvenes de 19 a 25 años pertenecientes a las familias del 10 por ciento más pobre de la población no trabaja ni estudia.

Estos alarmantes resultados –sin duda agravados por la pandemia– indican que a pesar de la creación de universidades, de la gratuidad de los estudios y de la falta de restricciones al ingreso, el sistema no logra incorporar alumnos de los niveles socioeconómicos más bajos ni mantener a los pocos que consiguen llegar a sus aulas. La Argentina debe encarar con urgencia un vigoroso esfuerzo destinado a que la educación vuelva a ser una herramienta compensadora de las serias desigualdades que genera el origen social. 

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