La esforzada tarea de educar, es decir de contribuir pacientemente a la construcción de una persona, es hoy considerada por muchos como una suerte de violencia ejercida sobre los niños y jóvenes. La insistencia de maestros y profesores en seguir enseñando algo es interpretada por no pocos padres y sus hijos como una pretensión a la que consideran justificado resistirse. No se trata de la crítica a los profesores que abusan de su autoridad, que existen y deberían ser sancionados. Lo que se sostiene es que la pretensión de autoridad por parte del maestro es abusiva e intolerable en sí misma. Esa autoridad, que proviene del hecho de hacerse cargo de nuestra herencia cultural para transmitirla a los recién llegados, es vista como una imposición intolerable, lo que genera tal descrédito de la labor docente que amenaza su futuro. Esto explica la popularidad de posturas que preconizan la libertad de niños y jóvenes para hacer lo que quieran, como quieran y cuando quieran.
George Steiner plantea esta cuestión con crudeza en La barbarie de la ignorancia. Dice: “¿Con qué derecho puede uno obligar a un ser humano a alzar el listón de sus gozos y gustos? Yo sospecho que ser profesor es arrogarse ese derecho. No se puede ser profesor sin ser por dentro un déspota, sin decir: ‘Te voy a hacer amar un texto bello, una bella música, las altas matemáticas, la historia, la filosofía’”.
Lo que Steiner caracteriza como “despotismo” constituye hoy el blanco de la crítica, porque en esta época de exacerbado relativismo individualista se cuestiona, precisamente, esa actitud de intentar que otros alcen “el listón de sus gozos y sus gustos”. ¿Con qué derecho algunos intentan influir en gozos y gustos individuales? Si los jóvenes idolatran a un ignorante que balbucea, ¿quién está autorizado a intentar mostrarles que el ser humano es capaz de expresiones más elevadas?
“Lo que se sostiene es que la pretensión de autoridad por parte del maestro, es abusiva e intolerable en sí misma”.
Lo que tal vez no se advierta en este cuestionamiento al “despotismo” de la educación es que constituye el único camino para contrarrestar al despotismo mucho más poderoso de la maquinaria cultural que hoy influye en nuestros niños y jóvenes, convertidos en redituable mercado de lo más fácil, lo más banal, lo más primario. Nos rebelamos ante la posibilidad de que alguien se arrogue el derecho de alzarles el listón, pero poco cuestionamos a quienes se lo bajan con una violencia que denigra su condición humana.
En lugar de asumir la responsabilidad de guiar a las personas durante su tránsito por la niñez y la juventud, las dejamos inermes, a merced de los mercaderes que poco interés tienen en alzar el listón para favorecer su evolución. Ese temor de interferir en el desarrollo de los jóvenes se justifica invocando lo que ellos pretendidamente quieren. Sin embargo, conscientemente o no, perciben que nuestro desinterés les limita aspiraciones humanas más profundas y reclaman que asumamos nuestro deber de enseñarles algo.
Lamentablemente, también acierta Steiner cuando afirma que es cada vez más débil la esperanza depositada en despertar el amor por un texto bello, una bella música, las altas matemáticas, la historia y la filosofía. Pero, al menos, enseñar sigue siendo una alternativa a la que vale la pena apostarlo todo.