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¿Sobrevivirá la escuela?

En este mismo espacio hemos analizado las graves distorsiones generadas por la traumática experiencia que atravesamos en la educación de nuestros niños y jóvenes. También comentamos algunos de los cambios perdurables que se anticipan, siempre en el marco de la incertidumbre que define a estos días. Ya han surgido voces que sostienen que las prácticas virtuales a las que hemos recurrido para intentar suplir las tareas que se llevan a cabo en las escuelas llevarán nada menos que a su desaparición. 

Resulta obvio que la escuela desempeña un papel fundamental en la socialización de los niños. El contacto con maestros y con compañeros constituye una etapa clave en el desarrollo de su personalidad. Hannah Arendt señala a este respecto: “Es en la escuela donde el niño hace su primera entrada al mundo. Ahora bien, la escuela no es de ningún modo el mundo, ni debe fingir serlo; es más bien la institución que intercalamos entre el mundo y el dominio privado del hogar, con el fin de hacer posible la transición de la familia al mundo… En la medida en que el niño no está aún al tanto de cómo es el mundo, se le debe ir introduciendo poco a poco en él”. La escuela representa, pues, un ámbito protegido para la transición entre la familia y el mundo, en el que los maestros asumen la responsabilidad por ese mundo ante los “recién llegados”. Ese espacio de interacción social mediante el que gradualmente se ingresa al mundo –al real y al que definen las capacidades propias de los humanos– requiere la presencia y el ejemplo próximo de los maestros. Esa relación entre humanos no puede ser sustituida por esporádicos contactos virtuales mediados por pantallas. 

“La escuela está indisolublemente ligada al dominio del tiempo, las personas pueden allí tomarse su tiempo en lugar de ser arrastradas por él”.

Pero además de esta función tan evidente de la escuela, hay otra que está estrechamente ligada a su esencia. La palabra “escuela” deriva del griego antiguo “skholé”, que tiene el sentido general de una detención, de un respiro o una tregua, de una suspensión temporaria. Pero esta no era concebida por los antiguos griegos como un paréntesis, una diversión o un lujo. Definía un tiempo que estaba relacionado con la dignidad de la existencia humana en abierta oposición a las ocupaciones serviles que representan una sumisión a las necesidades de la vida animal. Las ocupaciones ligadas a la subsistencia y a las tareas cotidianas se consideran, por oposición y con cierto desprecio, como “skholia”, es decir, privación de “skholé”.

El tiempo de la “skholé” se caracteriza fundamentalmente por su libertad, es decir por desentenderse de toda cuenta: ese tiempo escolar es un tiempo calmo, tranquilo, inclusive lento. En síntesis, la escuela está indisolublemente ligada al dominio del tiempo, un tiempo en el que la vida puede desarrollarse a gusto, las personas pueden allí tomarse su tiempo en lugar de ser arrastradas por él. Un tiempo libre, soberano. Por eso la palabra termina por designar la actividad estudiosa y, más tarde, los lugares y las obras de estudio. El estudio y la lectura son los mejores paradigmas de la escuela, de la “skholé”, ese tiempo suspendido libremente en el que puede desplegarse una actividad que es, en sí misma, su propio fin y cuya práctica eleva y ennoblece a quienes la realizan. A los humanos. 

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