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Esas cosas pequeñas

Siempre pensaste que una palabra o un gesto bastaban para definir lo que sentíamos. Que no hace falta mover montañas para ser feliz: un pequeño detalle puede abrir las puertas de un mundo inesperado. Un instante de tu vida, tan solo uno dentro de los innumerables momentos que la componen, puede llenarte de sensaciones placenteras. Gestos cotidianos que surgen a diario, muchas veces diminutos, casi imperceptibles. Pero enormes en la generación de felicidad.

Hoy empezás tu día. Igual a cualquier otro. Dormiste bien, sin necesidad de ansiolíticos ni tranquilizantes. Abrís la ventana. El aire entra y te raspa la nariz. Respirás. Los pulmones se inflan. Sentís el oxígeno circular, primero despaciosamente, luego con vigor. La vida fluye por dentro mientras la luz de afuera te ilumina. Sus rayos impactan en tus ojos claros recién despiertos.

Mirás alrededor y encontrás un pequeño universo. Lo vas reconociendo, te pertenece. El vaso lleno de agua te ofrece su boca ansiosa. Bebés con placer. Sentís cómo baja en forma de cascada turbulenta que te vitaliza el cuerpo. Es bienestar sin escalas.

Movés la cabeza estirando músculos dormidos. Caminás y tus pies van recibiendo la tersura del piso. Cada terminal nerviosa te transmite percepciones agradables, y las vas incorporando. Asoma una sonrisa suave de tu boca todavía adormilada.

Parte de tu piel roza una cortina que se mueve. Los vellos del antebrazo acusan el suceso y se agitan y se ponen de pie. El efecto es intensamente placentero. Tus sentidos están en pie de guerra contra la abulia.

Una foto de ella te sonríe desde la imperfecta quietud de un portarretrato patinado. Anoche la extrañaste, pero sabés que hoy la volverás a ver. Recordás el día que la conociste, cuando tropezaste por mirarla. La sonrisa que apareció hace un ratito se hace más ostentosa, muestra tus dientes blancos sin pudor. Suena una melodía, se abren tus oídos y la música murmura que no hay imposibles.

Te llama tu mejor amigo para recordarte la juntada del jueves, una convocatoria a las carcajadas y los brindis sin pausas. Casi un rito, una misa, como le gusta decir al Indio Solari. La sonrisa sigue blandiendo su victoria.

“Un instante de tu vida puede llenarte de sensaciones placenteras”.

Acariciás a tu mascota, un noble callejero al que rescataste del ocaso. Te devuelve el gesto con la lengua afuera. Mueve la cola con la misma desesperación que le contagia su alegría por verte. Aceptás que hay cariño compartido, infinito.

Disfrutás el microclima que te contiene. Cuatro paredes llenas de vida. Colores apastelados, caricias al paso. Viejos muebles con historia conviven con otros más nuevos que piden cariño a gritos, desde su quietud indolente. Los reconocés, son tuyos. Te acompañan, vos los elegiste. 

Pensás. El mundo es amplio y diverso. Conocés solo una parte, la otra casi no te importa. Pero sabés que hay más gente, mucha, todos seres humanos con ganas de vivir. Somos iguales, aunque ubicados en distintos escenarios. Nuestra genética fue organizada así. Venimos de una célula y de un accidente cósmico. Evolución pura, sin dioses a la vista ni miedos impuestos.

Las tripas crujen porque llegó un recuerdo grato a tu cerebro. Tus niños te reclaman, te dan luz, son la continuidad de tu cuerpo y de tus maravillosas sensaciones. Hay felicidad rodeándote. No podés evitar que se te llene el cuerpo con ella. Estás bien, estás listo. En paz.

Con lentitud, terminás tu café, levantás un par de objetos que retozan sobre la mesa y abrís la puerta.

Sos feliz. No hace falta nada más para enfrentar el mundo. 

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