Los habitantes de las grandes ciudades parecen haberla incorporado como parte del paisaje cotidiano. Sin embargo, la contaminación sonora es una amenaza concreta para la salud. Qué se está haciendo y qué falta hacer en la Argentina para encarar el problema.
Ilustraciones: Pini Arpino
Feroces. Así suelen ser las calles de las grandes ciudades, entre ellas, Buenos Aires, pero también otros centros urbanos, como Rosario, Córdoba, Santa Fe o Tucumán, generadores de altos niveles de ruido y, en consecuencia, de importantes perjuicios para la salud de sus habitantes.
El ruido puede provenir de la actividad de fábricas, talleres, boliches nocturnos, aeropuertos, ferrocarriles, obras viales o civiles, entre tantas otras. Sin embargo, hay una fuente principal de polución sonora, una “indiscutible” número uno: el tránsito.
La Organización Mundial de la Salud considera ruido a cualquier sonido por encima de los 65 decibeles durante el día y 55 decibeles durante la noche. Y en ese marco, recomienda la aplicación de políticas tendientes a lograr que el ruido del tráfico no exceda los 53 decibeles de día y 45 de noche. Por encima de eso –sostiene la OMS–, la situación comienza a ser alarmante.
¿Pero qué pasa en la Argentina? Las noticias no son buenas. Desde hace varios años, los municipios más poblados del país vienen haciendo mediciones en sus arterias principales, con resultados que parecen estar bien lejos de aquello que pide la OMS.
EJEMPLOS SOBRAN
En la ciudad de Buenos Aires, la avenida Santa Fe al 3200 registra picos de 79 decibeles (promedio por hora) de nivel sonoro continuo equivalente, uno de los más altos de la capital argentina. Pero en barrios alejados del centro, como Parque Patricios, también se han medido hasta 70 decibeles, muy por encima de lo tolerable. Y un detalle importante: desde que se comenzaron a medir de manera sistemática diversos puntos de esa capital a partir de 2011, solo se registró una leve baja en 2013, pero luego nuevamente el nivel volvió a subir hasta los valores alarmantes del inicio, según lo señalan estudios del CESBA (Consejo Económico y Social de Buenos Aires) en conjunto con la Universidad de Palermo.
Rosario es otra ciudad perseguida por el ruido. Un reciente estudio del Instituto de Desarrollo de la Fundación Libertad verificó en el centro de la ciudad mediciones por encima de los 70 decibeles, también excediendo los preceptos de la OMS.
Tampoco Córdoba se salva del bullicio, luego de que un trabajo del Centro de Investigaciones Acústicas y Luminotécnicas, dependiente de la Universidad Nacional de Córdoba, detectara intersecciones con más de 76,5 decibeles. Demasiado.
POBRES OÍDOS
Las cifras que pone la OMS sobre la mesa no son caprichosas, sino que marcan un máximo promedio para garantizar que en un determinado entorno se pueda vivir con cierto grado de salubridad.
Graciela González Franco es fonoaudióloga y expresidenta de la Asociación Argentina de Otorrinolaringología y Fonoaudiología Pediátrica, y, como tal, una estudiosa de los daños que ocasionan los elevados niveles de ruido.
La especialista aclara que los niveles que propone la OMS (55 decibeles para el día y 45 decibeles por la noche) son referenciales. “Es natural que en los distintos entornos haya cambios en los niveles de sonidos. Podemos tener tranquilamente pulsiones de 70 a 75 decibeles, pero lo importante es que estos niveles no se prolonguen en el tiempo”, aclara.
“El principal problema no son las fuentes fijas, sino las móviles. Y esto no es otra cosa que el tránsito”.
Mónica López Sicardi
Para González Franco, el problema es que la excepción pasó a ser normalizada como la regla. Y ahí ya el escenario es otro. “Pensemos por ejemplo en cualquier aparato sonoro que usamos nosotros o nuestros chicos. La mayoría de los equipos musicales se encienden a más del 60 por ciento de su capacidad sonora, por defecto. Y estamos hablando de algunos equipos que llegan hasta los 120 decibeles, un nivel comparado con el ruido del despegue de un avión”.
Pero, además, según encuestas realizadas en escuelas argentinas por esta especialista y su equipo de investigación, el 58 por ciento de los chicos consultados respondieron que elevan el volumen al encender televisores, minicomponentes o celulares para escuchar música. “Es como si ya todos estuviéramos acostumbrados a que los sonidos estén altos. Y eso no es sano ni para nuestros oídos ni para nuestra salud”, advierte.
“Incluso cuando la persona consigue afrontar con éxito su respuesta frente a la exposición al ruido, esta puede conllevar unos efectos secundarios que generan consecuencias negativas en la salud, interfiriendo con el bienestar del individuo”, añade Mónica Matti, fonoaudióloga y gerente de formación de GAES Argentina Centros Auditivos. Otros efectos nocivos son, según Matti, la “pérdida de capacidad auditiva, acufenos [zumbidos], interferencia en la comunicación, disminución del rendimiento laboral, incremento de la posibilidad de accidentes laborales y cambios en el comportamiento social”.
Para comprender las causales de estos niveles de ruido, hay que diferenciar primero entre los tipos de fuentes: las fijas, por un lado, y las móviles por el otro. La diferencia es sustancial.
“Una fuente fija es la que permanece en un solo lugar desde donde se genera el sonido”. Así lo define Silvia Cabeza, presidenta de la Asociación Oír, entidad que viene trabajando desde hace una década en la ciudad de Buenos Aires. Los ejemplos clásicos son “un taller mecánico, un lavadero, una industria, una discoteca, un teatro, un gimnasio, una escuela, un templo, entre muchos otros”, agrega.
En Buenos Aires rige desde 2004 la Ley 1450, la cual regula la contaminación acústica y, entre otras cosas, obliga a este tipo de establecimientos a llevar a cabo un estudio de impacto acústico “que asegure que la envolvente arquitectónica del lugar sea suficientemente aislante para que el ruido que se produce allí adentro no trascienda hacia el exterior”. Similares normativas rigen en casi todas las capitales provinciales.
Esto apunta, básicamente, al poder de policía o de control que tienen los gobiernos locales, que se deben encargar de que esas normativas se cumplan y de que los valores máximos no se superen. La respuesta puede venir de soluciones arquitectónicas que permiten insonorizar aquellos establecimientos que se convierten en una fuente excesiva de sonidos.
No obstante, según advierten los especialistas, el principal problema no son las fuentes fijas, sino las móviles. Y esto no es otra cosa que el tránsito. Así lo señala la ingeniera Mónica López Sicardi, quien fue directora del Grupo de Investigación de Ingeniería Sustentable de la Universidad de Palermo y una larga estudiosa de los problemas acústicos de las ciudades.
“Claramente –explica López Sicardi– tenemos un problema hacia adentro y hacia afuera. Los que están adentro los resolvemos con reglamentación y control. Podemos poner barreras pasivas mediante el uso de materiales especiales que contribuyen a solucionar esto. El problema –advierte– es cómo resolvemos los ruidos que están afuera”.
Con ello, pone el eje en la certeza que se repite en todas las ciudades y que señala que la principal fuente de sonido es el tránsito. “Y a esto no lo podemos insonorizar con ninguna barrera”, grafica.
Como forma de abordar esta cuestión, para López Sicardi “allí se imponen los controles a las unidades de colectivos, para asegurarse de que funcionen dentro de los valores normales. Lo mismo pasa con los vehículos particulares, que deben pasar las verificaciones técnicas en cuanto a estas variables”.
Pero falta más. Siempre falta algo, y ese algo tiene que ver con el componente individual de los ciudadanos. “En este punto entra en juego la educación y la toma de conciencia del ciudadano”, especifica. Esto implica enseñar y motivar a los automovilistas a que eviten los bocinazos y las aceleradas a fondo, que mantengan sus vehículos en condiciones, que no les reformen los sistemas de escape para que suenen más vigorosos. “Todo esto pasa por generar una conciencia colectiva”, subraya López Sicardi; algo que, por el momento, pareciera estar en una fase cercana al cero.
“Es como si todos estuviéramos acostumbrados a que los sonidos estén altos, y eso no es sano ni para nuestros oídos ni para nuestra salud”.
Graciela González Franco
Por el lado de los gobiernos, el camino que están siguiendo muchas ciudades europeas es fomentar mediante la desgravación impositiva el uso de vehículos eléctricos, ya sea para el transporte público como para los particulares. Algo de esto se esbozó en los 80 y los 90 en ciudades como Córdoba y Mendoza, con la implementación de trolebuses eléctricos para favorecer un medio de transporte que no contaminara ni el aire ni el espacio sonoro. Lamentablemente, esto se logró extender a nada más que una porción mínima del sistema.
A todo ello se debe agregar el fomento del medio de transporte ecológico por excelencia: la bicicleta. Pero para fomentarlo en serio, como lo hacen algunas ciudades europeas, hacen falta, entre otras cosas, importantes redes de ciclovías que le disputen el espacio público a los vehículos a motor.
Por lo pronto, el terreno para avanzar parece pasar necesariamente por un mayor control de los vehículos, tanto del transporte público como de los particulares, para que esta, que es la fuente principal de polución sonora, comience a ser parte de una solución integral y deje de ser parte del problema.
Mapas de ruido, un primer paso
Las principales ciudades de nuestro país han avanzado por ahora tibiamente sobre la problemática. Por ahora más bien en el terreno de los diagnósticos y no en el de las políticas concretas. Iniciativas como la elaboración de mapas de ruido en Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Mar del Plata y Mendoza, entre otras, marcan un primer paso, sin dudas, que permite diagnosticar los puntos críticos y tratar de actuar en consonancia.
A ello se han sumado ordenanzas cada vez más restrictivas en lo que hace a niveles de ruido para las diferentes actividades comerciales e industriales. Un terreno fundamental, aunque insuficiente para resolver la problemática.