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Trabajo para hombres

 

(Seudónimo: Martina Diz)

Nazarena recobra el aire en el antepecho de una ventana. Quizá papá tenga razón, quizá no sea un trabajo para mujeres el que ha aceptado. Si la otra no hubiera apoyado a papá, lo hubiera pensado dos veces. Está arrepentida a medias; es el cansancio, es el primer día, puede acostumbrarse. Sabe en qué trabajo piensa ella, la otra; la ve igual que a su madre. La quiere convertir en puta, puta como la madre que desapareció a poco de cumplir los tres años de Nazarena. Papá la nombra así, las veces que ella le pregunta: «la puta de tu madre». Le preguntaba, lleva años sin hacerlo, harta de obtener las mismas respuestas.

La otra se limita a ignorarla. A pretender ignorarla, Nazarena ve la mueca de desprecio de la otra cuando escucha hablar de su madre. «Que vaya a ver a don Gifales», ha sugerido la serpiente; ¿para qué la tomaría don Gifales? Todos saben en el barrio quién es don Gifales. La contrataría para puta. O sirvienta con deberes de puta por el mismo precio. No, gracias.

Hora de seguir, le quedan diez cuadras. Carga la bolsa de naranjas sobre un hombro, como le ha enseñado Palmira, la dueña de la verdulería. La ha tomado a prueba, tampoco está convencida de que pueda cumplir con el trabajo. Ninguna ciencia, mucho sudor. Calza la bolsa, se levanta un poco los pantalones, se suma a los peatones apurados.

Odia pasar por el centro, debe andar esquivando gente en las veredas estrechas, la miran con mala cara cuando eluden la carga que sobresale de su cuerpo. Los roces la desestabilizan, debe detenerse y acomodar de nuevo las naranjas; en este viaje le ha pasado más de cinco veces y falta la mitad del camino. A nadie se le ocurre apartarse para dejarla pasar, los segundos han de ser muy importantes en la vida de las personas que recorren las calles a pie; las que van en autos no son diferentes, la prioridad de los peatones en los cruces funciona solamente al responder los cuestionarios para el examen de conducir.

Igual, anda menos gente ahora, vino bien el descanso, irá más rápido sin tantos obstáculos. Maldice el pronóstico ni bien da el primer paso, se acercan dos viejitas tomadas del brazo, una lleva bastón. Se apresura para ganar el tiempo que perderá cuando les dé paso; impensable bajar a la calle, el tráfico no cesa. Están próximas, Nazarena se vuelve contra una vidriera, se coloca de costado para que puedan avanzar con su paso de tortugas heridas. Aprovecha la pausa, mira las cosas exhibidas. Es una galería de arte, no entiende los primeros cuadros que ve. Círculos y rayas, ella podría pintar eso. Pasa rápido por las telas hasta que llega al final; la cosa cambia, el último es un retrato.

—¡No puede ser!

El bastón de la viejita se detiene junto a la zapatilla de la chica de las naranjas. Las señoras se miran, intrigadas ante la actitud de la muchacha. Nazarena no las ve, se ha puesto de frente a la vidriera, atrapada por la cara de mujer exhibida al costado de los dibujos geométricos. Las viejitas murmuran al oído, retoman la marcha protestando por la bolsa que las obliga a agachar sus cabezas. Las naranjas no se caen de casualidad, están en equilibrio por sí mismas. Nazarena tiene las manos en los bolsillos y los ojos como estaqueados.

La joven es incapaz de abandonar la postura que ha tomado, las piernas separadas y la cabeza hacia adelante, Los ojos mantienen la incredulidad, casi que aumenta esa expresión en el rostro cuando más escrudiña el rostro de la mujer pintada. Es el mismo rostro de la foto que atesora, el rostro de la puta que se fue a hacer la calle a Brasil, abandonándolos. Idéntico. Inconcebible. Imposible pero no; posible, de hecho lo está contemplando.

Alguien le grita; no hace a tiempo para esquivar a la mujer que viene concentrada la pantalla del celular. Chocan las mujeres absortas en la irrealidad; la bolsa le hace perder el equilibrio, Nazarena queda tendida en la vereda. La mujer se toma la sien izquierda, el hombre que gritó se acerca y le pregunta como está. A la mujer, no a Nazarena, que no sabe hacia qué lado mover la bolsa pesada que tiene sobre el pecho.

—Estas pendejas viven en su mundo, ahora también nos tenemos que cuidar de ellas

—dice el hombre y continúa su marcha de ciudadano responsable ofendido por las libertades que se toman las nuevas generaciones en la vía pública.

La mujer olvida al circunstancial aliado, dedica un fruncimiento de labios a Nazarena, luego vuelve a la pantalla del celular y a su destino ordinario. Nazarena se las arregla para incorporarse. Deja la bolsa de naranjas apoyada en el piso, pega la nariz al vidrio, las ideas le revuelven el cerebro. Necesita saber más. En la pintura, su madre tiene la cabeza inclinada hacia abajo, como si mirara una cuna, ¡idéntica a la foto que guarda bajo el colchón!

La chica se acomoda un poco el pelo suelto, vuelve a subirse los pantalones vaqueros por encima de las caderas. Alza la bolsa con ambas manos, le pesa, le corta la piel esa arpillera plástica. Abre la puerta de la galería, arrastrándola. Resopla, acomoda la bolsa; la apoya con cuidado en el piso, sin que toque el vidrio. Le gustaría besar el cuadro; no puede, está casi pegado a la vidriera; se ve mejor de afuera.

Un hombre de cincuenta años estudia a la adolescente embobada con el retrato. Alberto duda mucho que sea una compradora o una habitué de las exposiciones pláticas, duda también que algún empleado haya pedido una bolsa de naranjas. Es una incógnita qué hace allí, con los pantalones grandes y la frente sudada. La curiosidad lo motiva a ser amable, no viene mal una historia para llenar una mañana apática.

Alberto se acerca a la muchacha, tose para anunciarse; los pasos son muy suaves para destacarse del ajetreo callejero que se filtra al interior.

Nazarena se vuelve, asustada.

—Yo no vine a robar.

El hombre ríe ante la cara aniñada, la camisa grande como los pantalones.

—De verdad, quiero verla a ella.

El dedo apunta al cuadro. Alberto tiene claro de qué pintura se trata. Es una obra de Guzmán, un chico del San Martín; lleva una semana en exhibición, hay que darle un poco más de tiempo, aunque ve más prometedora la obra de Gastaldi, la creadora de las figuras geométricas. La geometría funciona, nunca falta un inversor que, a falta de ojo para la estética, sabe cuándo una línea es recta.

El hombre pone voz de educador, quizá sea en el fondo un profesor frustrado.

—Será a él, en todo caso, la pintura la hizo Alejandro Guzmán.

—No, no quiero ver la pintura ni al pintor, quiero verla ella, a la que sale ahí.

Esa que sale ahí, viene a ser la modelo, traduce el marchante. Alberto echa una mirada para asegurarse; sí, es el cuadro de la mujer en los cuarenta. Él le atribuye menos edad a ese rostro de piel blanca, pero así le ha puesto de título el autor, cuarenta.

—¿Por qué querés conocerla?

—Se llama Belena. Es mi mamá.

Nazarena agacha la cabeza, Alberto advierte la vergüenza que le ha provocado el pronunciar la palabra mamá. Él mismo queda desarticulado, su manual carece de instrucciones para la situación. La visitante se coloca más cerca de la bolsa, como si las naranjas la pudieran proteger; de ellas se vale Alberto para salir del paso.

—¿Tenés que llevarle las naranjas?

—No, las naranjas son para una clienta, estoy trabajando en una verdulería. Pero pasé y la vi a mamá ahí y… quiero verla. Verla de verdad, digo.

La joven no está loca ni tiene alguna deficiencia, se dice el galerista tras evaluar a su interlocutora. Saca un pañuelo, lo pasa por la frente, el diálogo le ha complicado la jornada, en vez de entretenerla. Debería estar subiendo fotos de las pinturas expuestas a Internet, se acerca la fecha de la subasta anual. Pese al sofoco, acepta que la historia de la chica lo atrae, las fotos pueden esperar.

—¿Hace mucho que no la ves?

—Catorce años, nos dejó cuando yo tenía tres. A mí y a mi papá.

Nazarena no explica las circunstancias, no habla del trabajo que escogió la madre. Está perdida, no entiende cómo Belena ha acabado en un cuadro, cómo está tan parecida a una foto tomada tantos años atrás.

Alberto piensa rápido; puede llamar al artista y pedirle la dirección de la modelo. Fácil de resolver el deseo de la jovencita. La pregunta es si la madre querrá verla, las relaciones familiares tienen bemoles extraños, ajenos a las escalas habituales que se manejan en el mundo laboral. Necesitaría saber un poco más pero duda en continuar escarbando para hacerse una composición mejor de las relaciones; los ojos de la niña lo pueden.

—Quedate tranquila, cumplí con tu trabajo, yo me comunico con el artista y, cuando volvés, te doy la dirección de tu mamá.

Nazarena pierde la conducta de adolescente y actúa como la niña de tres años que fue, se cuelga de los brazos del hombre y le besa la mejilla; murmura «gracias» una decena de veces antes de apartarse del ruborizado marchante. Luego se carga la bolsa en el hombro y encara la puerta. El aturdido Alberto alcanza a recuperarse y la abre para que la joven no se complique en la maniobra. La ve caminar a paso vivo pese al peso que carga sobre un hombro.

Alberto precisa unos segundos para equilibrar sus signos vitales. Acomoda las ropas, el recurso de siempre para ordenar los pensamientos tras alguna impresión desestabilizadora. Camina entonces hacia el mostrador, se coloca frente a la computadora y abre la lista de contactos —son pocos los pintores que alcanzan estatus para figurar en su celular.

Veinte minutos después, la joven agitada, el rostro colorado, irrumpe por segunda vez en la monotonía de la galería. Nazarena avanza sin los temores de la primera visita, no corre por un fuerte ejercicio de control. Se acerca al mostrador, Alberto no está a la vista. Hay una mujer que la critica desde sus ojos claros.

Nazarena titubea, no ve más gente a la vista. Habla un tanto confusa, la intimida cierto desdén que percibe en la empleada.

—Hay un señor… había un señor acá, atendiendo, hace un rato, me dijo que me iba a conseguir la dirección de mi mamá.

La mujer cierra los párpados un instante, como si consultara un ordenador mental; por fin asiente, dando por entendido que sabe de qué habla la jovencita. Guardándose los insultos al jefe, la rubia extiende una mano bajo el mostrador. Cuando la regresa, trae un papel consigo.

—El señor se llama Alberto. Tuvo que salir de urgencia para una reunión importantísima.

Nazarena siente un golpe en el pecho, el señor había prometido que estaría. Enmudecida, aguarda que la mujer termine, sabe que hay más detrás de ese rodeo.

—Me ha dejado este papel para una joven que carga naranjas, supongo que sos vos.

—Sí, soy yo.

La joven no se entusiasma, el tono grave de la mujer adelanta que no tendrá buenas noticias. Recoge el papel doblado en dos. Lo abre. Dos segundos le bastan para leerlo. Los brazos caen abatidos. La mujer alza las cejas y mira hacia lo alto por un segundo; su atención vuelve a la computadora y teclea con rapidez.

Alberto observa las imágenes del monitor, no le ha gustado la mirada que Liz lanzó a la cámara. Acepta que él merece esa censura explícita, él no ha tenido los huevos para ponerse frente a la jovencita y decirle que su madre está muerta, que falleció más de cinco años atrás. Guzmán le ha dicho que pintó el cuadro en base a una foto; lo pintó para ella, Belena, cuando la enfermedad la había desfigurado. Fue el último favor que le hizo a la prostituta con la que había debutado, en Balvanera; murió antes que hubiera finalizado el cuadro.

Alberto escucha aún las notas de tristeza en la voz del pintor; en la nota ha omitido los detalles escabrosos, se ha limitado a informar la muerte de Belena, sucedida cinco años atrás. Le tiemblan las manos al ver a la adolescente desarticulada en su galería; se pregunta qué espera Liz para ofrecerle agua o acompañarla a la salida. Ningún gesto de conmiseración sale de la mujer. Tal vez sea lo mejor, que la niña se vaya rápido y puedan olvidar pronto esa mañana de mierda.

Como si lo escuchara, Nazarena se suena los mocos y sale a la calle. Trota, se ha demorado mucho con la entrega, Palmira la va a retar. No quiere perder el trabajo, no ahora que sabe que su mamá era una modelo de pintores y no una puta. Papá le ha mentido, la otra es cómplice, no les va a dar el gusto de ser echada por la verdulera. Porque ella bien puede hacer el trabajo de un hombre, hasta que entre en contacto con los pintores y sea modelo también. El señor Alberto no va a estar siempre reunido, él la va a ayudar otra vez.

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