El sol comenzaba a esconderse tras el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras. Pero en mi pueblo, la luz apenas lograba colarse entre las motas de polvo que se levantaban con el viento. Muchas casas, desgastadas por el tiempo, se conservan como soldados vencidos, sus paredes agrietadas y descoloridas contando historias de un pasado que ya no es más que un eco en el aire.
El viento siempre fue protagonista en esa larga llanura con escasas prominencias. Solo un cerro de setecientos metros aparece como una pequeña estaca ante tanta pradera. Su cabeza asoma a modo de chichón pasivo rodeado del descampado más extenso de la pampa húmeda. El cerro, que tiene el mismo nombre de una laguna cercana, no puede contener tanto viento.
Ese atardecer, María Elena, con su andar pausado y sus manos temblorosas, salió de su hogar. Ella era una octogenaria nacida y criada en el pueblo. Llevaba un chal raído sobre sus hombros, que solía ser azul, y sus ojos, de un gris apagado, miraban con nostalgia el camino que conocía de memoria. Había acordado encontrarse con su amigo Chicho, en la segunda cuadra del bulevar, la frontera que marca el final de una parte del pueblo.
«La vida es una exquisita y misteriosa paradoja».
Al encontrarse, ambos sonrieron. Sabían que, un día más, sus pies los ayudarían en una nueva caminata. Después de intercambiar saludos, empezaron a moverse rumbo a la rotonda que divide el camino, al final del bulevar. María Elena se apoya en un viejo bastón de una sola punta. A su lado va Chicho, su figura encorvada dibuja un tranco irregular, como si cada paso fuera un pequeño desafío al destino.
El diálogo entre ambos se limita, como siempre, a las enfermedades que les trajeron los años y a los remedios que consumen. Chicho menciona sus problemas de tensión alta y su dependencia del losartán. María Elena hace lo propio con su diabetes crónica y los interminables pinchazos de insulina. Un suspiro les surge a ambos.
—A veces pienso que estamos hechos de polvo —musita Chicho, su voz resonando con un tinte filosófico.
—Polvo y agua, Chicho —dice ella—. Y dentro de poco, solo seremos un recuerdo.
—Al fin y al cabo, estar en el recuerdo de alguien es como seguir viviendo, ¿no te parece?
Con esa afirmación, como un último acto de resistencia ante la cercana oscuridad del día, María Elena y Chicho continúan su recorrido. El pueblo ya está en modo fantasma, pero en sus corazones llevan la luz de las memorias compartidas. Caminando juntos, hacia la nada y hacia todo, se sienten menos solos, menos perdidos. Se van alejando, dejando atrás el eco de las risas que alguna vez escaparon de sus bocas. Son dos postales de un atardecer inevitable, siluetas dibujadas contra el cielo, mientras el viento sigue su curso.
La vida es una exquisita y misteriosa paradoja. A medida que caminamos, como María Elena y Chicho, más nos acercamos al final. Sin embargo, cada nuevo día viene cargado de más vida, de más historias, de más camino por hacer. Y más recuerdos que se acumulan en un lugar que desconocemos, pero que, de algún modo, hacen que la eternidad sea posible.