El viento silbaba fuerte entre los eucaliptus y los siempreverdes recién podados. En mi pueblo, el invierno parecía durar más que en cualquier otro rincón del país. Esa noche, los vecinos caminaban envueltos en bufandas y sacones, rumbo a la Sociedad Austríaca, donde se presentaba el cómico José Marrone, “Pepitito” para los amigos. La velada la organizaba la Liga de Madres de Familia.
Debo haber tenido diez años aquel martes frío de junio. Para ponerlo en contexto, Pepitito durante el día era payaso en “El Circo de Marrone”, pero de noche trabajaba en un teatro de revistas. Ahí, Marrone se convertía en un deslenguado bocón, incapaz de ruborizarse ante la desfachatez de sus relatos. Era famoso por sus chistes de doble sentido, sus imitaciones irreverentes y su capacidad para incomodar a los más conservadores.
Esa noche, la sala estaba repleta. Como buena anfitriona, la presidenta de la Liga de Madres había invitado a las fuerzas vivas del pueblo, entre ellas a la hermana De Las Nieves y la hermana Águeda, en representación del principal colegio religioso.
Pepitito no tuvo mejor idea que arrancar con el cuento del loro y la monjita, donde sor Ethel (lo pronunciaba rápido y de corrido) intentaba hacer hablar a un loro barranquero y lengua sucia que le cambiaba el sentido a cada frase. “Cómo te llamás, lorito”, le preguntó sor Ethel. “Sacate el vestido y te lo cuento”, respondió el periquito. Con eso arrancó Marrone…
Nosotros éramos una banda de ocho a once años y reíamos sin filtro en la segunda fila. Pero si mirábamos para atrás, la gente grande fruncía el ceño con gesto adusto.
Si el primer chiste puso incómoda a la Comisión de Madres, el segundo provocó taquicardia a toda la grey, ya que Pepitito contó las vicisitudes de un cura yendo al baño y los problemas que tenía con la sotana, ya sea para hacer lo primero o lo segundo.
Antes de revelar el secreto de las necesidades del sacerdote, las hermanas De Las Nieves y Águeda se miraron, se pusieron de pie y le sonrieron cándidamente a la presidenta, pero la fulminaron con las miradas. “La risa no debe ser a costa de la fe”, le dijeron por lo bajo, mientras la puerta del cine se cerraba tras ellas con un golpe seco.
“Nosotros reíamos sin filtro en la segunda fila”.
Pepitito, rápido de reflejos, olfateó que la cosa venía complicada y decidió cambiar el tono del show. Entonces empezó con la mímica, tropezando a propósito con el micrófono, fingiendo que era un poste de luz. Luego imitó a un político que confundía el himno con una receta de empanadas y a una madre que usaba el control remoto como teléfono. Al final de cada sketch repetía su latiguillo de batalla: “¡Cheeeee…!”. Con eso cambió el clima y logró ablandar algunas caras pétreas de los adultos.
A la salida, el frío provocaba el silencio de las calles y dividía las aguas. Nosotros, pequeños niños sacrílegos, calentábamos la noche con carcajadas, pero los adultos estaban enojados con el show.
No era para tanto. Al final de cuentas, la vida es un chiste. Lo dijo Charles Chaplin, el cómico más grande de la historia.
