Terminé de leer un libro maravilloso. Se llama Los llanos, de Federico Falco. Está tan bien escrito que todavía perdura el aroma de la naturaleza en mi nariz y el sonido de la lluvia en mis oídos. Ni hablar de la imborrable historia de vida que conmueve y motiva a reencontrarse con las emociones. Nostalgia pura.
A veces pasan esas cosas. Un estímulo no previsto, alguna casualidad, una imagen que vemos al azar son capaces de despertar sentires que están rezagados en la memoria. Son disparadores de sensaciones que se integran a nuestra mente y generan un agradable cosquilleo corporal.
En la película La desaparición de Eleanor Rigby, su protagonista –Jessica Chastain– rememora con su padre el momento en que subían al auto, junto a su hermana, y partían rumbo al parque. Un hecho menor dentro de la vida de una persona adulta, pero ella rescata esa experiencia tan simple, porque el instante la llenaba de felicidad. Y luego reflexionaba sobre la fragilidad de los recuerdos. ¿Por qué, si eso la hacía tan feliz, solo volvía a su mente una o dos veces en la vida? “Quiero recuperar todos esos momentos”, reclamaba casi con desesperación, sabiendo que la naturaleza humana no le daría tanto.
Yo también quiero lo mismo. Recuperar ese tiempo mental tan hermoso. Las emociones y la felicidad de los momentos simples, esos hechos pequeños que por su diminuta dimensión corren el riesgo de ser olvidados para siempre. Una caricia recibida treinta años atrás, una sonrisa que llega desde la niñez, una lágrima que no termina de caer.
“Nadie que ame la vida puede guardarse aquello que lo hizo feliz”.
Quiero revivir el momento cuando mi prima Gloria usaba la palabra “chorificar”, que siempre me sonó muy graciosa. “Vamos a chorificarle el dulce de durazno a la nona María”, proponía. Y allá iba la banda de primos al ataque: dos vigías en la puerta, otros dos encargados de distraer a la parentela, mientras los más audaces daban cuenta del frasco tan preciado. También el recuerdo de mi tío Pepe Esperanza cuando nos aconsejaba, entre risas, usar el bidé con agua fría para combatir hemorroides. Él lo contaba con palabras más divertidas, entre ellas “caca” y “almorrana”. Ríanse si quieren, pero yo seguí su consejo y nunca sufrí esa molestia tan desagradable. Y también quiero revivir el día en que el Gordo Carballo se rebeló de su familia y huyó a pie, sin destino fijo, portando un pote con dulce de leche; la fuga solo duró trescientos metros, ya que sus padres lo encontraron a la vera de la ruta 8, antes de la primera loma, y lo trajeron de vuelta con un combinado de coscorrones y patadones.
Pequeñas historias, pequeños mundos que solo superan el límite de lo personal. Puedo percibir que en mi pueblo todavía existen sentimientos o personas que siguen disfrazadas de ellos mismos. Está en su esencia. Las maestras tienen cara de maestras; los amigos, cara de amigos; y los abrazos, el sabor de los abrazos.
Nadie que ame la vida puede guardarse aquello que lo hizo feliz. Sin estímulos no se camina, no se distinguen los colores del paisaje, no se puede amar ni crecer. No se puede apoyar la cabeza en la almohada y dejar dormidos esos momentos tan maravillosos. Yo creo que esta noche me voy a desvelar. Les voy a permitir que salgan a caminar por el hermoso sendero de la nostalgia. De la nostalgia pura.