Es difícil aceptar que, en algún momento, los nenes dejan de ser nenes. Te acostás por la noche arropando a una criatura que solo reclama leche y cariño y a la mañana se te aparece un hombrecito que se parece a vos, pero no sos vos. Camina chueco, balbucea palabras de adultos, sonríe con picardía e ilumina cada lugar que pisa. Te tira puñados de viento y tu corazón se derrite. Pero ya no es el nene. Es un niño.
Con mi nieto Conrado hemos establecido una complicidad por encima de las edades. Tiene dos años y medio y quiero, egoístamente, que no crezca más. Que siga siendo un nene, que no pierda su ingenuidad, que nos siga sorprendiendo con su ternura infinita y su inocencia incondicional. Que su sonrisa nos muestre su pícara diadema asomada entre dientes de leche y sea el portal que nos transporte a un universo donde los malos no existen. Sé que es imposible, pero es hermoso pensarlo.
Hace poco, en una charla de hombres, me dio a entender que tenía un nuevo amigo y que no era de la guardería. La curiosidad se apoderó de mí como si fuese un intruso incurable. Le pregunté cómo se llamaba. “Jozezito”, me dijo. Y me llevó de la mano hasta el lugar donde vivía su amigo imaginario. Se paró frente al lavarropas y, con la panza tirada hacia adelante, su dedo índice marcó el lugar exacto: Jozezito vivía dentro del tambor de la máquina lavadora. Don Drean ni en su más inspirado sueño hubiese pensado que alguien se alojaría en el corazón de su invento.
“Conrado juega todos los días con su amigo invisible, que no es tan invisible”.
Conrado juega todos los días con su amigo invisible. Que no es tan invisible, pues su rostro es el círculo de aluminio que brilla al fondo del cilindro. Lo saluda, le habla y, por sobre todo, lo cuida: no permite que la ropa que ingresa al tambor le tape la cara. Eso obliga a que madre y abuela tengan que ordenar la carga hasta la mitad. Si la ropa por lavar supera esa altura, ahí debo entrar yo como mediador y evitar una instancia dramática. Hago girar manualmente el tambor para que la fuerza centrífuga lleve la ropa al borde y evite que desaparezca el rostro del amigo. “Ahora se ve Jozezito”, escucho por encima del hombro, una voz tierna y celestial que te hace creer, por un instante, que la humanidad tiene salvación.
Cuando hay que poner en marcha el Drean, sobrevienen algunos momentos de tensión, porque la ropa y el agua tapan a Jozezito durante el programa de lavado. Conrado, honrando el código de amistad que lleva en la sangre, hace guardia frente a la tapa hasta que el cilindro se desagote, alguien retire la ropa limpia y su amigo quede liberado. “Hola Jozezito”.
Cada vez que disfruto de un momento así, en el que la inocencia y la candidez me llenan de esperanza, repaso mi vida, vuelvo a mis orígenes, a mis sentimientos y sensaciones. Mi mundo de niño fue feliz, pero no tuve un amigo imaginario. Cuánto daría por volver a empezar.
Hace mucho tiempo vi una hermosa película española que se llamaba Los santos inocentes. No sé por qué ese recuerdo viene a mi mente en este momento. ¿Será por ellos dos…? Se lo voy a preguntar a Jozezito.