Era una época donde no sabías nada de la vida. Tampoco te importaba mucho. Solo te preocupaba jugar a la pelota, correr, tocar timbre y rajar. La niñez es gloriosa. Usás pantalones cortos, creés en los Reyes Magos, le dejás el diente al Ratón Pérez y sentís una profunda curiosidad por saber cómo se fabrican los bebés.
Por esta última razón, el grupete de amigos del barrio empezó a ver con sorpresa que la panza de la mamá de Miguelito Bosi había comenzado a crecer. La mamá de Miguelito era mi prima Rina, casada con el Ñato Bosi, un tenor de majestuosa voz. Cada vez que el Ñato cantaba el Ave María en la iglesia del pueblo, el Cristo del Perdón le regalaba una sonrisa desde su cruz.
En esos años, íbamos descubriendo las cosas en cuentagotas. Y sabíamos que la panza de la prima ocultaba un secreto que necesitábamos conocer. Ninguno de la banda quería hacerles la pregunta a sus padres. Entonces tuvimos que recurrir a otra fuente inapelable, un veterano de probada sapiencia: el primo Oscar, 11 años recién estrenados. Él, junto con mi hermano Raúl, iban a ser los voceros de la verdad.
Una tarde los encontramos en el Bar Marconi tomando una Bidú. Ante la consulta, los dos sonrieron y nos miraron con suficiencia por encima del plato de maníes a punto de consumir. Solamente dijeron “La Rina engorda porque está encinta, está gruesa”. Y con esas palabras nunca antes escuchadas, la intriga explotó.
Era una época donde la cigüeña dejaba a los bebés en el Pueblo Nuevo o nacían de un repollo o los compraban en la tienda La Feria Franca. Lo de “encinta y gruesa” era una invitación para que jugáramos a Sherlock Holmes, husmeando por todos los rincones.
Por las tardes, Rina salía a caminar. Y cuando pasaba frente a nuestra canchita de fútbol, pateábamos la pelota y la dejábamos suspendida en el aire para espiarla mejor. “Mi mamá se parece cada vez más al Sargento García”, comentó Miguelito después de ver otro capítulo de El Zorro.
“Era una época donde no sabías nada de la vida. Tampoco te importaba mucho”.
Cuando promediaba el verano, empezamos a hacer guardia afuera de la casa de Miguelito. “Está por llegar”, comentaban a coro las tías de ambos bandos. Y en febrero sucedió: la Rina compró un bebé llamado Javier. Si lo había comprado, la única posibilidad era La Feria Franca.
La casa de Miguelito se llenó de gente que se abrazaba y felicitaba. El Ñato había conseguido bebidas espirituosas para los grandes y caramelos para los chicos. En un momento, el primo Oscar nos invitó a conocer a la criatura. Apenas entramos, manoteamos los caramelos y seguimos hasta encontrar a Rina con su bebé. Algún religioso le había untado una cruz oleosa en la frente, donde nos dijeron que le diésemos un besito. Faaa… nos quedaron los labios con olor a alcanfor. También le contamos los deditos, el bebé de La Feria Franca tenía diez, igual que nosotros.
Al salir, antes de arrebatar otros caramelos, vimos que en la mesa del living había un paquete de regalo de buen tamaño, envuelto con una cinta bastante gruesa. Encinta y gruesa. Así nos habían dicho que estaba la Rina. Ahí entendimos todo.