Era nieto de los inmigrantes que llegaron desde el Friuli para poblar Sampacho en 1878. Nació en el campo, en ese pedazo de pampa húmeda que todavía pertenecía a los ranqueles. Cuando abrió los ojos, por la ventana asomaba una llanura eternamente larga, con manchones de verde aquí y pastos secos allá. Le pusieron Juan, en homenaje al abuelo Giovanni que había cruzado el mar tras un sueño, escapando de las guerras interminables y del hambre impiadosa.
Fue el mayor de doce hermanos. Trabajó como campesino desde niño, transpirando copiosamente su gorra de tela. A los diez años soñaba con ser maquinista del ferrocarril, pero su destino lo ató al campo, donde alternaba el arado con bueyes, el sembrado de maíz al boleo, la trilla del trigo con dos yeguas y la recolección de las mazorcas a mano.
A la edad de votar se empezó a interesar en la política. Estudió las cartas orgánicas de todos los partidos y eligió el socialismo, porque era el que mejor defendía a la clase obrera. Armó el partido en Sampacho y ganó la intendencia en 1932 con el 60 por ciento de los votos, pero debió luchar contra una minoría que no aceptaba ver un peón de campo, con sombrero de tela, como nuevo intendente. Enfrentó al Gobierno provincial, al comisario y al cura, a quien acusaba de ser un galán más preocupado en ventilar polleras que en expiar los pecados de los feligreses.
Cuando en 1934 un terremoto destruyó el pueblo, el cura le devolvió la estocada, diciendo que era un castigo divino por haberlo votado. El papa no pensaba lo mismo. Obvio que no pudo ser reelecto, pero durante su gestión hizo tantas cosas que la historia lo convirtió en un ejemplo: construyó el hospital vecinal, embalsó el arroyo en forma de balneario, asfaltó las primeras calles, inició el servicio de riego con un camión regador, reabrió la cantera municipal y dio trabajo a 400 obreros, repartió ropa y comida, y compró un vehículo para traslado de los pobres al cementerio.
“Además de ser un idealista, fue un hacedor imparable”.
Además de ser un idealista, fue un tren, un hacedor imparable, con este detalle: después del temblor, los registros tenían anotados 300 contribuyentes, de los cuales solo 70 pagaban sus tasas. Con ese puñado de monedas levantó un pueblo en ruinas. Casi un milagro.
Al dejar la intendencia, compró un Ford A y se lanzó por los caminos zonales. Encontró gozos y nutrientes en el reencuentro con las costumbres de la tierra. Las mateadas en la cocina campera, los pasos sobre el rocío, el regreso a las alamedas y el aprendizaje de su nuevo papel de productor de seguros. Se fue siendo una de las personas más respetadas en el pueblo y en la provincia.
En estas épocas de tanta crueldad política y mediática, de tanta falta de empatía y de tanto lenguaje violento y vergonzoso, elijo rescatar a un tipo que fue todo lo contrario. Se formó solo, creyó en sus ideas y las llevó adelante con las banderas del esfuerzo, la solidaridad y la honestidad. Ese fue mi tío Juan, el tío socialista, el autodidacta que, siendo boyero en el campo, llegó a ser intendente.