Puede ser que lo hagamos para evitar que las agujas avancen en el reloj y no sentirnos tan grandes. O simplemente porque deseamos que sean niños para siempre. Los padres nos damos cuenta de que nuestros hijos han crecido cuando intentamos hacerles upa y la columna cruje como una vieja silla de madera. No queremos que cumplan años, pero ellos se empeñan en seguir haciéndolo. En el ínterin, en todo ese maravilloso proceso de descubrimientos conjuntos, hemos sido testigos de todo lo que les fue pasando: sus alegrías, sus dudas, sus miedos, sus triunfos. Y nos alegramos. Y también reflexionamos. Síntoma de que nos vamos poniendo viejos.
Hace poco, mi hijo mayor cumplió 40 años. El Colo. Confieso que la perspectiva me asusta. Porque es una montaña de tiempo y porque él marcó mi debut como padre.
Primeras reflexiones. Hay sensaciones que a veces resultan muy difíciles de contar. Si existiese una pantalla que permitiese mirar por el espejo retrovisor y repasar cada una de mis acciones desde aquel primer día, tal vez resultaría difícil aprobar todo lo que hice. Desde la inseguridad para tenerlo en brazos hasta la incapacidad suprema de cambiarle un pañal. Por acumulación de faltas, igual que en el fútbol, él me debería haber sacado tarjeta roja muchas veces. Hasta pienso que debería pedirle perdón, pero a esta altura no creo que me dé bolilla.
Durante mucho tiempo fuimos entusiastas visitantes del kiosco Clemente en Urca, donde nos ponían alfombra roja cada vez que entrábamos. Y no era para menos, llenamos tres veces el álbum de figuritas de Italia 90 y consumimos toda la producción regional de Palitos de la Selva y caramelos Mogul, tanto en sus variantes de goma, duros o chupetines. Clemente en persona nos atendía desde que el Colo tenía dos años.
“No queremos que cumplan años, pero ellos se empeñan en seguir haciéndolo”.
Después vinieron las épocas de los videoclubes, donde también teníamos asistencia perfecta. El gordo Humayer, dueño del Video Club Córdoba, nos reservaba las películas de dibujos que entraban, pero el Colo siempre quería ver la misma de He-Man. Más grande, y en complicidad con sus hermanos, atacábamos los locales de Sacoa los sábados por la tarde; la compra de fichas o la carga de créditos a sus tarjetas era inversamente proporcional a la descarga de mis bolsillos. A veces, esa rutina se alteraba por el cine. El Colo armó una trilogía con sus hermanos y se hicieron fanáticos de Jurassic Park en todas sus versiones, fanatismo que hoy todavía cultivan: los grandotes celebran cada vez que el cable repite una peli de los dinosaurios. Previamente a su adolescencia llegó el fútbol y la pasión por Talleres. Él también se encargó de contagiarles los colores y los cuatro seguimos el derrotero del equipo de Barrio Jardín por la B, el Nacional o el Argentino, en épocas donde era valiente decir que éramos hinchas de la T.
Vuelvo la vista atrás y sigo reflexionando. Sé que compartir todos esos momentos con ellos fue un baño de felicidad ininterrumpida, pero entiendo que ya pasaron y vuelven solo en los recuerdos. Síntoma tremendo del viejazo: añorar las lindas épocas. Como la de ver al Colo en sus 40 y seguir creyendo que es el mismo al que le (mal) cambiaba los pañales.