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Señales

Hubo un día en el que estuve a punto de morir. En realidad, cualquier día puede suceder eso, ya que la naturaleza no firma acuerdos con nadie. Pero esa mañana sentí que estuve cerca. Fue muy rápido: terminaba la ducha para ir a trabajar y noté que había dejado el toallón lejos del alcance de la mano. Traté de alcanzarlo sin salir de la bañera, apoyando una mano en la bacha y estirando la otra. Resbalé, y en una fracción de segundo el piso de la bañera desapareció. Caí pesadamente sobre el lavatorio y lo destruí por completo, cortando los caños que conducen el líquido elemento. Mientras caía entre los cortantes trozos de loza, vi el chorro de agua impactar sobre el caloventor eléctrico que usamos para disminuir la humedad. Y, horrorizado, también vi el chispazo de fuego hiriente que se produjo. Agua más electricidad han sido fatales en la historia de la humanidad. Afortunadamente, el disyuntor funcionó como un verdadero salvavita y cortó la corriente eléctrica antes de que llegara a mi cuerpo. Las heridas producidas con el cerámico del lavamanos fueron menores. Para usar una frase común y poco creativa, creo que nací de nuevo.

Siempre sostengo que en la vida hay que estar atento a los detalles y a las señales. Esta fue una de ellas. Venía de una semana de alto estrés laboral, y todos sabemos que eso afecta los sentidos, baja las defensas y nos hace descuidar los detalles menores, por ejemplo, no tener una toalla a mano.

“Siempre sostengo que en la vida hay que estar atento a los detalles y a las señales”.

Tomé nota. La señal fue muy clara. Una semana más tarde, luego de pensarlo en profundidad y hablarlo en familia, decidí darle un vuelco a mi vida. Sin tener otro lugar en vista, presenté mi renuncia a la empresa donde hacía cuarenta años que trabajaba, la agencia de publicidad más prestigiosa de Córdoba y una de las diez mejores en el país. Era primavera y el acuerdo fue irme al finalizar el verano.

A mediados de otoño, la agencia cerró definitivamente sus puertas. Otra señal. Comprobé que la vida es una carrera continua. Cuando estás en edad de jugar, te mandan a la escuela; la energía te sobra, pero vos tenés que estar quieto cinco horas. Luego la secundaria, otros cinco años con movilidad limitada. Después, si podés, la universidad. Salís con lo justo para empezar a laburar, aunque es probable que hayas arrancado antes. El tictac de tu reloj biológico no se detiene y tenés que seguir trabajando. 

Pensar en futuros apacibles es tarea de románticos empedernidos. Por eso prefiero disfrutar lo bueno que va surgiendo, mientras rescato algunas reflexiones de un video viral que me envió mi mejor amigo, que sostiene que no hay nada más inteligente que saber marcharse a tiempo de lo que sea. De un amor que se acaba, de una fiesta que empieza a ponerse aburrida, de un trabajo que nos esclaviza; escapar de cualquier lugar, persona o cosa que nos amarga y no nos deja vivir. Y cierra afirmando que de lo único que no hay que irse es de la vida, porque la vida a veces nos sorprende con un as en la manga y cuando ya no esperamos nada de ella, es probable que una nueva señal nos anuncie que viene lo mejor. 

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