Soy un entusiasta coleccionista de rituales. Todos los noviembres me asomo al jardín y voy directo hacia la fila de agapantos que corona el límite con la pared. No son muchas plantas, pero las aprecio porque florecen ese mes. Suelo acercarme y establezco algo parecido a un diálogo con la flor más azulada, la más abierta, la más honestamente expuesta. Es el pequeño ritual para hablar con mi madre, un espacio de tiempo que capturamos los dos para reafirmar un amor que se niega a morir. Aquí estoy, le digo, más grande que cuando nos vimos la última vez, hace 57 años. Le cuento alguna de mis cosas y siento que ella está cerca con su sonrisa de siempre, su pelo azabache y sus dientes perlados. Tus nietos te amarían tanto como yo, le susurro, y también serías bisabuela. La flor se sacude brillando aún más.
Con mi papá celebro otro ritual. Es simplemente un saludo, un momento en la inmensidad del universo. No importa el día ni el lugar. Sucede cuando sucede. A veces, el saludo deviene en charla. Y allí recupero todas las que nos quedaron pendientes cuando él estaba a mi lado y yo no lo sabía. Aprendo de sus luchas interiores, de su fortaleza para salir de donde estaba, de sus respuestas frente a cosas que no entendía bien. Cuando murió mamá, él también se quedó solo, con cuatro hijos varones para cuidar y educar. Cuatro. Diferentes edades, problemas, ilusiones. Encima, los negocios, los malditos negocios, ninguno salía bien. Por eso celebro este ritual, sabiendo que todo eso ya pasó. Él está bien, estamos bien.
“La naturaleza tiene reglas extrañas, pero los rituales con él son un soplo de vida”.
También tengo rituales con Huguito, mi hermano menor. Con él todo es más simple, porque su vida fue tan maravillosamente sencilla que me lleno de alegría por solo pensar que voy a estar cerca. A Huguito lo saludo con un mate, con la jarrita enlozada color azul de bombilla corta. Las charlas pueden ser interminables, porque se enlazan con otras y otras. Nunca nos cansamos, repasamos anécdotas, historias sobre las cuales él siempre tiene algo para agregar, detalles divertidos que me hacen extrañarlo cada día más. Siempre, siempre, terminamos meándonos de risa.
Y tengo otros rituales más cotidianos. Con mi mujer, con mis hijos, con mis amigos. Sencillos momentos de celebración. Pero con mi nieto Conrado cada ritual es una gloria. En un año y medio hemos construido millones de puentes. Los juegos sin juegos, el abre-cierra con la tapa del lavarropas, las cosquillas en la panza, encender y apagar luces, el descubrimiento de la luna, la lectura de libritos de la granja de Zenón, las caminatas de la mano, la risa al vernos, la lluvia de pelotitas, la apertura de puertas de la alacena y los retos de la abuela. Nuestros tiempos son distintos, la naturaleza tiene reglas extrañas, pero los rituales con él son un soplo de vida. Siento que más allá de mi tiempo en la tierra, voy a estar eternamente a su lado. Y que la línea imaginaria que separa lo vivido de lo imaginado junto a él desaparece para siempre.