Palabras y abrazos

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Muchas veces pienso que la voz es el más efectivo de los instrumentos musicales. Con ella acariciamos los oídos atentos, presentes y disponibles que, embotados por su cadencia, aguardan el instante adecuado para reaccionar. Palabras que dicen mucho, palabras que dejan pensando. Palabras que interpelan. Palabras que dan ganas de ser mejor, de estar mejor, de estar a la altura. Con la voz transmitimos ideas, formas de vida, emociones. A diferencia de la palabra escrita, que es más meditada, la palabra desde la voz es inmediata, fresca, espontánea. Suena y vibra como instrumento musical.

La palabra tiene su complemento en otro instrumento que también suena musical, aunque no posee sonido: el abrazo. Allí la magia ocurre en absoluto silencio. La propia presencia inunda lo ajeno sin invadirlo, sin pisarlo, sin alterarlo, sino haciéndolo vibrar en la misma frecuencia. Uno es el almohadón del otro. Ese almohadón afectivo que suaviza los contratiempos, que da confianza y llena el espíritu de bienestar. Cuando palabra y abrazo se unen, surge la conexión más poderosa que existe sobre la tierra. El calor del cuerpo absorbe la calidez del sonido, para seguir desenmarañando las infinitas facetas de nuestro círculo luminoso.

Siempre festejé las coincidencias, sorpresas espontáneas de la casualidad. Ante una circunstancia no prevista, hay que celebrar ese momento en el que aparecen palabras y abrazos que no esperabas recibir o dar. Encontrarse justo con lo que uno buscaba o compartir con alguien un gusto similar. Trato de no atribuir esta sorpresa a la astucia del azar. Más bien a un juego de empatías y encuentros inesperados. Cuando palabras emitidas por la boca se unen al abrazo articulado de todo el cuerpo en un encuentro casual, pienso que estamos en presencia de una carambola programada por el cosmos. 

“Con la voz acariciamos los oídos atentos”.

Pero últimamente, algo interfiere en la espontaneidad de lo que se va dando. Como si el azar hubiese perdido sus atributos y un programa rígido manejase los acontecimientos. Más que rigurosamente vigilados, estamos siendo calculados. No me preocupa que me miren por la computadora, pero sí que interfieran el azar. Lo descubrí esta semana, sorprendiéndome nuevamente con la aparición de un video sobre arte abstracto, justo después de comenzar a discutir el tema en la oficina. Me venía sucediendo. Proponía en familia ver una película determinada, sabiendo que sería difícil verla en los cines, y me llevé la sorpresa de que el celular empezó a darme información sobre ella. El azar parecía confirmar mis elecciones, pero no necesariamente era una consideración amable del destino, sino una abominable determinación de los algoritmos que nos gobiernan desde las redes.

Por eso, ha llegado el momento de comenzar otra lucha. De ahora en más, hay que pelear para defender las palabras y los abrazos de la previsibilidad de los algoritmos. Para que el azar vuelva a ser fuente de una alegría inesperada y que la secuencia impuesta por Instagram, Facebook y Netflix se vaya literalmente al carajo.