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Onicofagia, ¿el peor hábito?

Morderse las uñas es un hábito por demás frecuente en todas las edades. La medicina lo denomina “onicofagia” (del griego onyx, “uña”; y phagein, “comer”), aunque raramente se las comen, más bien las muerden.

La Asociación Norteamericana de Psiquiatría considera, quizás desde una posición demasiado estricta, que los adultos con onicofagia sufren de un TOC (trastorno obsesivo compulsivo). En niños, en cambio, ninguna entidad la considera una enfermedad, sino una respuesta conductual a diversas emociones que van desde la tristeza, la frustración y el temor hasta la timidez, el cansancio y hasta el puro aburrimiento.

El inicio de la onicofagia suele ocurrir después de los 3 años –demostrando que hasta esa edad existen otras maneras de descargar la energía desbordante–, y según cada quien, se atenúa con el tiempo. 

Cuando persiste, lo hace como un tic, es decir un movimiento involuntario e inocuo que resulta de la mera repetición. Como todos los tics, la mordida cede si el entorno le quita dramatismo, y se refuerza cuando se insiste en reprimirlos.

Es común descubrir que uno de los progenitores tiene el mismo hábito; no porque la onicofagia sea hereditaria, sino porque “en familia” se coincide en los recursos para reaccionar frente a turbaciones cotidianas.

Los mayores suelen enojarse y reprender la conducta mordedora de sus chicos y chicas; tienen algo de fundamento, ya que las mordidas pueden provocar heridas, infecciones, sangrados y hasta deformidad de los dedos. 

En la boca aumenta el riesgo de caries e irritación de encías, y los odontólogos opinan que en algunos se desnaturaliza la calidad del esmalte o sufren de mala oclusión. 

Los chicos y las chicas más flexibles llegan a morderse las uñas de los pies. En ellos el riesgo de enfermedades aumenta por la microbiota más agresiva de esas regiones (bacterias y parásitos).

Hasta aquí, todo indica que el hábito debería ser combatido. 

Sin embargo, vale recordar que, como en todas las situaciones con origen emocional, es común que al reprimir el síntoma se facilite la aparición de otro, quizás más dañino para la salud.

“Como todos los tics, la mordida cede si el entorno le quita dramatismo”.

La experiencia demuestra que es absolutamente normal –hasta deseable– que los chicos descarguen sus emociones mediante hábitos inocentes, ya que todos atraviesan períodos de tristeza, angustia, ansiedad o simple inquietud.

La mordida de uñas aparece como una opción tolerable al momento de descargar tensiones si se la compara con el arrancamiento repetido de cabellos, de cejas o de pestañas. O con pellizcarse de modo obsesivo la piel del ombligo, los lóbulos de las orejas o los genitales, zonas de extrema fragilidad dérmica.

Una situación extrema es la compulsión por remover trozos de piel, causando heridas profundas que luego podrían mostrar cicatrices permanentes.

Ante este panorama, quienes estén a cargo de niños y niñas deberían estar advertidos sobre la existencia de otros hábitos con peores consecuencias que, además, son menos vulnerables a ser modificados.

Resulta ilusorio pensar en chicos sin sacudidas emocionales que conduzcan, al menos, a morderse las uñas. Sería ignorar el beneficio que aportan las frustraciones, los obstáculos (y eventuales desamores) en el crecimiento normal. 

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