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Munición gruesa

En mi pueblo es posible encontrar una historia debajo de cada baldosa. Cuenta la leyenda que en la década del 20 vivía un tal Alfonso di Gregorio, conocido como “Fonchi”, un personaje cuyo nombre evocaba una mezcla de simpatía y temor. “Mejor tenerlo lejos”, decían las comadres del barrio. Hijo de una de las familias fundadoras del pueblo, se había ganado fama no por sus aportes constructivos, sino por sus bromas pesadas que cruzaban la línea del buen gusto.

Fonchi tenía una habilidad innata para detectar las debilidades de las personas y, sin remordimientos, explotarlas en sus bromas. Por ejemplo, sacarle la silla a quien estaba a punto de sentarse o cerrar la puerta cuando un desventurado tenía la mano apoyada en el marco. Eso era realmente desopilante para Fonchi, obvio que no para los sufrientes. En el Club Social, cuando un parroquiano levantaba su vaso con vermut, él lo empujaba para que el contenido se derramara en su pantalón. Fonchi moría de risa. Otro de sus chistes preferidos era desinflar cubiertas, ya sean de autos o de bicicletas. Luego esperaba pacientemente que la víctima saliera y largaba grandes risotadas al ver la cara de histeria del dueño o escuchar su interminable rosario de insultos.

En mi familia solían referirse a él cuando uno de la banda de los primos hacía alguna broma pesada en una fiesta familiar. “Ohhh… típico chiste de Fonchi”, sentenciaban las tías, con un sesgo condenatorio.

“Fonchi tenía una habilidad innata para detectar las debilidades de las personas”.

Una de sus ocurrencias más emblemáticas tuvo lugar durante la boda de una pareja de jóvenes provenientes de buena familia, que habían armado una fiesta multitudinaria. Fonchi les hizo un anticipo de su gracia cuando los novios saludaban en el atrio de la iglesia. Sigilosamente se desplazó por detrás del novio y le sopló un montoncito de rapé que tenía en la palma de la mano. El novio no paró de estornudar hasta después del vals, ya finalizando la fiesta (nota del autor: el rapé es un polvillo de tabaco finamente molido, casi impalpable, cuya inhalación por vía nasal genera fuertes estornudos). Pero la cosa no terminó ahí. Los novios habían decidido disfrutar la pasión de la noche de bodas en el hotel del pueblo. El hotelero les había acondicionado una habitación hasta dejarla como una suite del Sheraton. Cuando los novios, ya en traje de Adán, decidieron acometer y consumar el sagrado acto de amor, se encontraron con que debajo de la sábana había una pátina de grasa negra de carro, esa que les ponían a las ruedas de los sulquis. Embadurnados sus cuerpos, deshecho el nidito de amor y destruidas sus endorfinas, solo atinaron a maldecir al autor hasta llegado el amanecer. Esa crueldad disfrazada de humor hizo que Fonchi tuviera que exiliarse en un pueblo vecino durante un año, escapando de la furia de los novios. 

Cuentan que, desde su muerte, acaecida en la década del 50, el alma de Fonchi sigue golpeando las puertas del cielo pidiendo entrar. San Pedro debería hacer la vista gorda y darle una chance, porque comparado con las “bromas” que los políticos nos hacen, especialmente a los jubilados, lo de Fonchi es una travesura de niños.

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