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LA INFANCIA PASA VOLANDO

El año pasó volando… ¡mi infancia pasó volando! 

Algo no está bien con el tiempo, porque cuando menos se espera, la infancia queda atrás. Solo después, ya crecidos, nos enteramos de que la infancia es una de las etapas más felices (¿la más?) de la vida.

Todo lo que hacemos en la infancia es gracioso. Nos equivocamos y los demás festejan, hablamos mal y se ríen; nos cuidan y nos prefieren.

El problema es que enseguida entramos en este apuro contagiado por los adultos; un ritmo sin pausas con el que vivimos cada día, cada semana, cada año. “¡Otra vez diciembre!”, escucho que repiten todos. 

Así, rápidamente, aprendemos el significado de “fugacidad” (palabra que, en sí misma, es apurada; ya la “f” suena a suspiro ansioso).

Mi vida comenzó acelerada. Nací cuatro semanas antes de lo previsto. Mamá no podía dejar de trabajar y comenzaron las contracciones. Por supuesto, terminó en cesárea de urgencia. Tomé leche durante pocos meses, rápidamente caí en las fórmulas artificiales y, antes de empezar a hablar, ya estaba en una guardería, cada día y por muchas horas. 

Parecen detalles simples y comunes, pero muestran la velocidad que impregna nuestras vidas desde temprano.

Luego pasa el tiempo, nos hacemos mayores, y debemos aprender teorías que proponen darle consistencia al tiempo. Concentrarnos en que las vivencias lleguen a ser experiencias. Me explico: una cosa es vivir un momento –un juego, un encuentro, un viaje– sin que ocurran cambios. Otra cosa, muy distinta, es atravesar las mismas vivencias, pero salir transformados, diferentes.

“Me da tristeza pensar que la vida es un apuro tras otro”.

Siento haber perdido experiencias por haber transitado mi infancia con tanto apuro. Pero ¿cómo frenar el vértigo?, ¿cómo disfrutar las pausas?, ¿cómo descansar?

Hoy, en una etapa cargada de actividades y de horarios, me preocupa la obligación de no “perder” el tiempo y de hacer cosas productivas; y me da tristeza pensar que la vida es un apuro tras otro.

¿Cómo esquivar tanto estímulo externo?, ¿cómo no caer en la dependencia tecnológica?, ¿cómo volver a jugar, a ser protagonista?

Cada vez que tenemos un espacio libre lo llenamos con reels, chats o videojuegos.

Creo que la última vez que pude imaginar una historia propia, original, fue cuando se cortó la luz y no tenía “nada para hacer”.

Quizás suene a antiguo, pero diciembre es época de balances y de reflexiones, y recuerdo que mi abuelo repetía un deseo: “Que el tiempo que me ha tocado no se me escurra entre las manos”. El mío es poder salir del “zapping” ansioso.

Pero vuelvo al inicio: la infancia no debería pasar volando. Para que después no extrañemos tanto la libertad que ofrece; que dejemos de pensar que siempre “llegamos tarde”. Libertad para vivir el presente sin preocuparnos por lo que vendrá. Quizás exactamente eso era jugar.

Miro fotos de mi infancia en el celu y me emociono; siento que perdí esa sonrisa plena que alegraba a todos; también, algunos gestos que me hacían único. Hoy soy uno más, en la fila de quienes, por nuestro bien, debemos “forjarnos un futuro”.

¡Uhh, qué tarde es! Y yo, perdiendo el tiempo con estas pavadas. 

En dos minutos me pasan a buscar para ir a la escuela de verano. ¿Pueden creer que con cinco años todavía no aprendí a nadar?

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