Mi aspecto físico de varios días atrás no era el mejor. Estaba siempre cansado y mi piel exponía una palidez amarillenta que competía con las plumas del canario silvestre de mi mamá. Además, venía con falta de apetito, a punto tal que rechazaba las milanesas de los jueves, el asado del sábado y, de no creer, los increíbles ravioles que mi madre armaba los domingos. En esa época, las familias tenían un cronograma de comidas fijas según el día de la semana.
“Hummm… me parece que tiene un color muy oscuro, Negra –le dijo a mi mamá–. Deberíamos llevarlo al doctor Rodríguez para que lo vea”. “Ayyyy, que no sea hepatitis”, imploró ella.
Me pusieron un saquito de lana y subimos al Siam Magnette, rumbo al médico. Cuando me recibió, el doctor ya sabía lo que tenía. En esa época, los médicos descubrían la enfermedad con solo ver tu semblante.
Comenzó la revisión de rigor con su estetoscopio y puso su mano derecha a la altura del hígado. Con un dedo de su mano izquierda empezó un suave golpeteo. “¿Duele ahí?”, preguntó, y juro que ahí, justo ahí, me dolía condenadamente. Cuando le dije que sí, sin dudar dijo “Hepatitis”. Pidió análisis, recetó unas vitaminas y dictaminó –con la misma firmeza con la que Pampita echó a García Moritán–: “40 días de cama, sin moverse”.
A los 10 años, ese diagnóstico equivale a que te encierren en un armario con un pitbull enfurecido. No más salidas, no más fútbol, no más cine, no más bicicleta, pocas visitas de amigos. Un calvario para cualquiera. Y así lo tomé durante los primeros días.
“Antes de completar la primera semana de exilio en el dormitorio, explotó algo genial…”.
Pero, como sostiene Nietzsche, “lo bueno y lo malo son imposibles de definir, lo mejor es que cada uno elija qué es lo bueno y lo malo para sí mismo”. Entonces, fui descubriendo que lo malo no era tan malo. No tenía que ir a la escuela, por ejemplo. El cariño de mis padres se había agigantado hasta el infinito. Almorzaba y cenaba en la cama. Era un rey de dominios limitados, pero rey al fin.
Antes de completar la primera semana de exilio en el dormitorio, explotó algo genial: descubrí que me encantaba leer. Empecé con Bomba, el niño de la selva, que bien podría haber sido el hijo putativo de Tarzán. Lo terminé en dos días. Seguí con Julio Verne, con quien di la vuelta al mundo en 80 días, viajé al centro de la tierra y terminé haciendo 20.000 leguas de viaje submarino. Siguieron otros, El corsario negro, David Crockett, Tom Sawyer.
Cuando habilitaron el acceso de mis primos, ellos me llenaron de historietas, desde Patoruzú hasta Superman, Batman, Mandrake, El llanero solitario, Los Picapiedras. Un festival para los ojos.
De allí no paré nunca con el hábito de leer. Fui ampliando el abanico. García Márquez, Cortázar, Ruiz Zafón, Saramago, Cercas, Marsé. Entrar a una librería o visitar una biblioteca me siguen generando una adrenalina incontenible. Y elegir un libro y saber que me proporcionará horas de deleite no tiene precio.
Gracias, hepatitis. Por nada.