Las bisagras siempre me causaron curiosidad. Son objetos dignos de ser mirados. Por ahí son olvidadas porque no molestan, están siempre en el mismo lugar, como aquel cuadro que llegó con la mudanza y lo colgaron en un rincón provisorio, que luego fue su destino para siempre. Las bisagras posibilitan algo tan significativo como el movimiento de algo. En el caso de una puerta o ventana, por ejemplo, la sujetan al marco y facilitan su vaivén. Cuando forman parte de la tapa de un baúl, convierten algo estático en móvil. Hay bisagras rústicas, de pernio, de cazoleta, de doble acción. Ellas deciden cuándo un ambiente está abierto o cerrado.
Aunque no las miremos, sostienen el peso de los objetos. Saben esconderse muy bien. Sus alas están embutidas, una en el marco y otra en el canto que se mueve. Pienso que en el fondo son tímidas, no se muestran como los picaportes, eternos exhibicionistas, que siempre quieren ser protagonistas, exigiendo ser vistos, encontrados, acariciados y necesitados.
Pero el atributo esencial de las bisagras es algo más profundo y simbólico: cuando sus alas se despliegan y permiten abrir una puerta, significa que nos invitan a ingresar a otro mundo. La libertad suprema o la opresión de una cárcel. Una elección de vida, sostenida en un simple objeto de hierro o bronce.
Pertenezco a una generación bisagra. Aquella que pudo dejar atrás el oprobio del terrorismo de estado para abrir la puerta de la democracia y la esperanza. Encuentro fundamental para nosotros, los integrantes de una generación bisagra, sabernos bisagra. Entender que tenemos un ala agarrada fuerte al marco. Embutida. A veces oculta dentro del propio muro o poste. En cualquier caso, fija. Es el ala no-móvil de nuestra generación. El mandato, el patriarcado, el orden viejo. Nuestra ala conservadora sin la cual no habría bisagra. No habría ala móvil ni movilidad posible sin una fijación a algo preestablecido. Venimos de ahí.
“Una elección de vida, sostenida en un simple objeto de hierro o bronce”.
Cuando la bisagra está en su posición de descanso, con la puerta cerrada, aun sosteniendo el peso de la hoja, el ala móvil queda enfrentada al ala fija. Reflexiva, en pasiva contemplación de su aspecto casi igual y simétrico con su hermana, pero tan diferentes en esencia. Se miran. Se aceptan. Se necesitan. Y cuando la puerta se abre, el ala fija solo ve el marco de enfrente, mientras que el ala móvil ve al resto del mundo.
Mi generación empezó a buscar el nuevo mundo el día que abrieron la puerta. Como ese instante en que te sacan el vendaje y empezamos a parpadear tratando de que la felicidad de la luz no nos lastimara los ojos.
Debemos evitar que las bisagras se oxiden y la puerta se abra menos veces. Impedir que el ala móvil se mimetice con la fija. Porque la sensación de estar tan quieta le hará creer que ese momento llegó. Será hora de retirar el óxido, de lubricar las uniones y pintar la puerta de colores. De cantar canciones que digan cosas, para que lo móvil nunca se convierta en fijo. Hay que aprender a convivir, pero no morir oxidados.