A veces me preguntan si lamento haber dejado de ser un niño. Mi respuesta es siempre igual: les digo que no sé. El azar actúa una sola vez y no se rectifica casi nunca. Nacer es un azar, somos el resultado de una extraña aritmética donde cien millones de espermatozoides o más se disparan para que uno y solo uno engendre vida. ¿Qué será de la no-vida del resto? ¿Se habrán perdido millones de personas iguales a mí? Esa lluvia mágica puede llegar al útero aquí o allá, en la soledad de un campo o en el hacinamiento de un barrio marginal, en el Sahara o en Siberia, en Londres o en Saturnino María Laspiur. Millones de lugares posibles, porque la vida muta y se regenera, se moviliza igual que ese universo lleno de estrellas al que no terminamos de entender nunca.
Dejar de ser niño es resultado del nacer. Y, de a poco, se convierte en otra carambola del azar. Esa contingencia nos lleva por diferentes caminos y encrucijadas. Nada de lo que viene es predecible. Aprendizaje tras aprendizaje vamos hacia adelante. Bajo qué valores, en qué cultura, con qué ideología nos desarrollamos, todo es producto de la misma aventura cósmica que nos puso donde nos puso.
“Crecer es un enigma. Cada paso tiene su misterio y su porqué”
Crecer es un enigma. Cada paso tiene su misterio y su porqué. En este momento de cierta veteranía, tengo dudas sobre la conveniencia de volver a la niñez. Aunque esta hipotética situación fuese posible, veo a la infancia tan libre, tan vacía de preconceptos, tan llena de juegos, que no debería alterarse. Una etapa de inocencia y despreocupaciones, que se transita reconociendo el terreno y viendo qué nos espera a la vuelta de la esquina. No puedo recordar qué hacía a los dos años. Y celebro eso, porque es imposible retornar. Seguramente fue una etapa feliz. Seguramente tenía algunos juguetes parecidos a los de Toy Story, muñequitos y autitos de madera, algún dinosaurio, algunas piezas para armar. Tal vez cacharros y baratijas, muchas de ellas rotas por mi brutal inocencia. Pero de algo estoy seguro: estaba rodeado de amor sin condicionamientos. Y también celebro eso.
Dicen que el recuerdo dura hasta tres generaciones. Al menos así lo afirman los especialistas en estudios cerebrales y del alma. Eso quiere decir que recordamos hasta nuestros abuelos. El resto es bastante impreciso y no lo podemos retener. Se hace misterio, referencias, libros, Google o polvo de estrellas. Podés hacer millones de cosas en tu día y la mayoría no va a quedar en la memoria de nadie. Ni siquiera en la tuya.
Por eso dudo cuando me hacen la pregunta de si quiero volver a ser niño. Hay circunstancias que son irrepetiblemente felices y otras que no quisiera transitar. Juegos y sentimientos que existieron y que sobreviven. Cosas que no deberían modificarse. El destino es un viaje sin brújula que cambia de rumbo permanentemente. Si durante el trayecto sentís que la experiencia es satisfactoria, seguí adelante y dedicales un buen tiempo a los recuerdos. Al fin y al cabo, parafraseando a Yupanqui, los adultos somos niños con el cuero más curtido.