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Verdades de la lactancia natural

Una de las intromisiones más agresivas de la industria farmacéutica por sobre la crianza fue, a comienzos del siglo XX, postular que las fórmulas artificiales superaban a la lactancia natural, proceso fisiológico gracias al cual la especie humana ha sobrevivido por millones de años.

Por entonces, diversas empresas estimaron que la sustitución podría rendir altos dividendos, y se pusieron en marcha. Si bien no era una novedad histórica, el cambio se justificaba en ofrecer una solución al dilema de la salida anticipada del hogar de miles de trabajadoras con partos recientes.

Fue en Norteamérica donde se desarrollaron las primeras fórmulas artificiales, elaboradas en base a harina de trigo, leche de vaca, harina de malta y bicarbonato de potasio.

Su éxito fue inmediato en regiones donde se producía una incorporación femenina al circuito laboral, aunque la calidad de los productos no era la mejor. En poco tiempo las preparaciones mejoraron y su uso se extendió a varios países europeos. 

La promoción de las “fórmulas lácteas” contó con el intrigante apoyo de notables pediatras de la época, quienes afirmaban su “seguridad y estabilidad”, cualidades de las que –según ellos– no disponía la leche de madre. 

Un reporte de la Academia Americana de Pediatría publicado en 1953 confirmaba “las falencias alimentarias que conlleva la lactancia materna sin los complementos necesarios” debido a los “escasos niveles de micronutrientes como calcio, magnesio, fósforo y zinc”, por lo que recomendaba la “sustitución por fórmulas lácteas manufacturadas”.

El impacto de esta declaración generó el colapso de la lactancia en el mundo occidental entre 1950 y 1970.

“Gracias a la lactancia natural, la humanidad ha sobrevivido por millones de años”.

Las agresivas campañas de mercadeo se extendieron a Latinoamérica con idéntico impacto: el sistemático cuestionamiento de una función fisiológica humana básica que causa dramáticas consecuencias en el apego inicial. 

Cuando las fórmulas llegaron al continente africano, ocurrieron enfermedades y muertes infantiles debidas a la falta de agua potable para la preparación de los productos en polvo. Esto desató una fortísima reacción de grupos que intentaban develar el entramado comercial.

En 1974, la organización no gubernamental británica War on Want publicó el libro The baby killer (“Nestlé mata bebés”, en su versión en español) a fin de exponer documentos que responsabilizaban a la empresa por los daños causados. 

La demanda llegó a organismos internacionales, aunque fue rechazada. Nestlé fue declarada “no culpable” y los denunciantes debieron pagar una multa simbólica de 300 francos suizos por calumnias.

El conflicto, aplacado en los tribunales, siguió en un masivo y prolongado boicot mundial contra la empresa. 

No obstante, la idea de la supremacía de lo industrial había sido sembrada en el terreno fértil de las largas jornadas laborales.

La histórica intromisión explica las iniciativas globales que, desde entonces, buscan concientizar sobre las ventajas del mejor alimento para el cachorro humano: higiénico, seguro, a la temperatura exacta y con factores de protección antiinfecciosa, antialérgica, contra el sobrepeso, la diabetes e incluso antineoplásica, entre muchas otras ventajas demostradas. 

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