Hace algo más de cincuenta años, los españoles se deleitaron con el film Sonrisas y lágrimas y otro tanto pasó con los espectadores franceses de La mélodie du bonheur, con los italianos que vieron Tutti insieme appassionatamente y con los argentinos que llenaron cines convocados por La novicia rebelde. Lo curioso es que todos esos títulos identifican a una misma película norteamericana, que el director Robert Wise llamó The sound of music.
Tal vez imbuido por esa manía de rebautizar películas, cuando tenía 12 años hice lo mismo: cambié mi nombre para comentar cine en el periódico de mi pueblo, que se llamaba “Comunidad, la voz fuerte de la tierra débil”. Con algo de irresponsabilidad, el director del diario me había asignado una columna donde escribía usando un seudónimo: David Lagos. David era por David McCallum, el actor que protagonizaba a Illya Kuryakin, el agente de Cipol compañero de Napoleón Solo, con el que simpatizaba porque era rubio y callado como yo. Y además, usaba flequillo. Para el apellido tuve dos opciones naturistas: Bosque o Lagos. Tiré la moneda y cayó ceca, quedó Lagos. David Lagos pasó a ser mi identidad “literaria”.
Y algo raro ocurrió. Fue fugaz, pero real. Porque a partir del seudónimo sentí que podía decir cosas en nombre de otro, podía opinar sin riesgo sobre situaciones comprometidas o comentar ácidamente un evento. Era como vivir otra vida en otro cuerpo. Como en las películas de espías donde los agentes secretos cambiaban su pasaporte por uno con diferente nombre y empezaban una nueva aventura en países exóticos. O como en las películas de submarinos, desplazándome sigilosamente sin que me detecten, disparando torpedos de tinta para luego elevar el periscopio y observar los resultados en 360 grados.
“Era como vivir otra vida en otro cuerpo, como en la películas de espías”.
Cada vez que tecleaba una crónica en la vieja Lexikon 80 de mi padre, una vigorosa adrenalina recorría mi cuerpo. ¿Eran mis dedos los que escribían o eran los dedos de un escritor fantasma? Eso me entusiasmaba y le ponía más rigor a las críticas de películas que se habían proyectado veinte días atrás en los cines del pueblo.
Confieso que esa sensación empezó a gustarme. Me había convertido en una especie de titiritero que movía los hilos de las marionetas, buscando la reacción de un público impredecible. Encima en el pueblo se preguntaban quién era ese tal David Lagos que escribía en el diario. ¿Es alguien de acá o es de afuera? Las señoras mayores rastreaban por todos lados y no encontraban antecedentes del apellido.
La sensación duró poco. Durante un par de publicaciones permanecí en el anonimato, pero ya saben qué ocurre con los secretos en un pueblo. De cualquier manera, usar un seudónimo me permitió entender la importancia de un nombre, conocer la serie de relaciones que implica entre quien lo lleva y su origen. El nombre tiene que ver con una historia simbólica familiar y social, es la identidad individual con la que conviviremos siempre. La experiencia me indicó que, bueno o malo, es conveniente usar nuestro nombre y seguir siendo quienes somos. Te lo digo yo, David Lagos.