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Remordimiento

Ha pasado mucho tiempo, pero todavía me asaltan la culpa y el remordimiento por lo sucedido aquel verano del 66, cuando corríamos carreras de bicicletas con mis amigos y usábamos las veredas como circuito. El preferido era el de la manzana más céntrica de mi pueblo. 

En aquella época feliz, al bueno de don Ferruccio se le dio por arreglar la vereda de su casa, justo en la mitad de la pista. Ferruccio era un italiano simpático que había peleado en la Segunda Guerra Mundial. La pasó muy mal y ni bien pudo emigró con lo puesto para América. Llegado al pueblo hizo de todo para ganarse la vida, hasta que sus cosas mejoraron. 

Durante el tiempo del arreglo, tuvimos que modificar el itinerario frente a su casa. Forzamos una bajada antes y armamos una subida en el terreno de al lado. Ese cambio terminó gustándonos, porque le agregaba emoción a la carrera, evitando las rectas eternas y permitiendo que los rezagados se acercaran a los punteros. 

Al cabo de quince días, Ferruccio terminó su tarea. Las baldosas lucían relucientes frente a los desgastados mosaicos de los vecinos. Para evitar el paso de los transeúntes, el italiano clavó en cada vértice del rectángulo unos palitos de siempreverde y formó un cerco de hilo sisal que rodeaba su flamante vereda sin estrenar. 

“Posiblemente nuestra cobardía haya sido lo que nos salvó”.

Ese mismo día, un viernes de mediados de marzo, teníamos que correr la final de las finales de nuestras bicicleteadas. Se terminaban las vacaciones y también los tiempos libres para organizar carreras. A eso de las seis de la tarde, doce bicicletas se lanzaron como bólidos de acero desde la largada, llegaron a la primera esquina, doblaron y enfilaron con toda la furia por la cuadra de Ferruccio. Doy fe de que ninguno de los doce se acordó de la vereda con cemento todavía húmedo, y cual malón sobre ruedas cortamos el hilo sisal, arrastramos los palitos tutores y pisamos casi todas las baldosas nuevas. De esa aciaga tarde, todavía tengo el recuerdo del sonido que hacían los mosaicos cuando los atravesamos, porque el ruido de ellos al quebrarse sonaba casi como un grito salvaje clamando piedad. 

Cuando el último de nosotros terminó de pasar, la vereda de Ferruccio quedó como una vereda de Berlín luego del ataque de los aliados. 

Posiblemente nuestra cobardía haya sido lo que nos salvó, pues todos corrimos a refugiarnos en nuestras casas y no aparecimos hasta el lunes siguiente para ir a clase. Hasta el día de hoy no sabemos cuál fue la reacción de Ferruccio ante el desastre. Solo sabemos que el campeonato fue declarado desierto.

Cuatro meses más tarde, cuando nos animamos a pasar caminando por el frente de su casa, comprobamos que la vereda estaba nueva otra vez, lo cual fue un alivio para todos. No obstante, el remordimiento todavía me sigue acosando y esta confesión tiene un solo objetivo: si por esas grandes casualidades, Luisa o Anita, las hijas del noble Ferruccio, están leyendo esto, quiero reconocer el error cometido y hacerles llegar mis tardías disculpas. Tal vez ello logre calmar mi fatigada conciencia.

Relato real, inspirado en una historia de Eduardo Sacheri. 

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