back to top

Reflexiones

Era una mañana de sábado, con el sol brillando afuera y una temperatura por demás agradable que se filtraba por la puerta del patio. Estaba desayunando solo en casa, absolutamente olvidado de la rutina y el peso del trabajo de la semana, con el diario de papel abierto. Era una sensación bastante parecida a la felicidad. Había silencio, el café humeaba distribuyendo su fragancia sin disimulo. Otro hilo de luz acababa de asomarse por el doblez de la cortina.

Entusiasmado, hojeaba el diario. De pronto, algo me llamó la atención. Por el rabillo del ojo percibí siluetas que se sumaban a la escena. Eran mis hijos, que llegaban a desayunar. La patota se sentó a mi lado, mientras la madre ordenaba las habitaciones. 

El más grande tenía en sus manos un libro ilustrado que habíamos comprado el día anterior y empezó a hojearlo con delectación. Su título era “Vida y desaparición de los dinosaurios”. Enseguida se sumaron los otros dos. Los tres miraban con placer las fotos y los dibujos, y me explicaban algunas cosas con esa pasión que solo demuestran los niños. “Este es el más bravo de todos, el tirrex”, “Estos son buenitos, no comen carne”, “Estos son malísimos, los velocirraptores…”. Resultaba agradable verlos y escuchar sus comentarios.

Sin deseo de interrumpirlos, pero con ganas de participar, les conté que 70 millones de años atrás, ellos eran los dueños del planeta y que en esa época el hombre no existía. Sin medir la dimensión de lo que significan 70 millones de años, los tres sonrieron y uno de ellos me explicó que “habían desaparecido porque un meteorito chocó contra la tierra y los mató”.

“Si todo es tan frágil, disfrutemos ahora de lo que tenemos”.

Volví a mi café con leche, y todo iba bien hasta que una angustia profunda me hizo atragantar con la tostada: si los dinosaurios eran dueños y señores de este planeta y una piedra llegada vaya a saber de dónde no dejó ni uno vivo, ¿cuán lejos estamos nosotros del próximo impacto? 

Solté el diario y miré hacia afuera por la puerta abierta. Mi mente remontó vuelo pensando en las cosas importantes que podrían evaporarse en segundos. Aquello que fui construyendo, los lazos forjados, la familia constituida, los amigos para siempre. Las emociones, los sueños, las ilusiones, las expectativas. El amor entregado y recibido. El abrazo y las caricias, el apretón de manos, el puño y el beso. La memoria, los recuerdos. El tiempo como una riqueza administrada para motorizar cada día. Las experiencias que iluminan el camino. El trayecto recorrido, las lágrimas perdidas, las risas desencajadas. Las personas cercanas, las que te dan sus mimos y sus tristezas. Las que van corriendo su propia carrera al lado, a su propio ritmo. Los dioses venerados o injuriados, las batallas ganadas y las perdidas, las ideologías abrazadas con pasión salvaje. La suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos. Cada miedo guardado, cada utopía sin realizar todavía. Segundos, solo segundos para dejar de ser. Como los dinos.

Abandoné el café por completo, salí al patio y miré el sol con los ojos abiertos hasta llenarme de luz. Si todo era tan frágil, debíamos disfrutar ahora de lo que teníamos… Volví a entrar y les di un abrazo a los tres, tan fuerte que hasta crujieron los huesos. No entendían bien la razón, pero espero que el próximo meteorito me dé tiempo para contarles. 

NOTAS DESTACADAS:

Las palabras y el tiempo

Varias veces dijimos que el español es una lengua...

Guardapolvos blancos

El guardapolvo o delantal blanco no es solo el...