“¿Cuál es, tía…?”, le preguntó con cierta ingenuidad, pero cargado de esperanza. Y ella le respondió: “Es la más grande, la más brillante, la más hermosa…”.
Por naturaleza, necesito vivir con emociones. Siempre me esfuerzo por activar la mayor cantidad de recuerdos posible. En este mundo complejo, ahora contaminado por la inteligencia artificial, cada recuerdo cotiza alto en la balanza de los sentimientos. Los mejores vienen de lejos, tienen muchos años. Pero no hay que descartar los recientes, tan recientes que ni siquiera son recuerdos, sino vivencias. Al final, todos valen igual.
Hay recuerdos que desearía borrar. No todo ha salido bien. Cosas que juré no hacer o gente con la que me prometí no estar. Y no cumplí esa regla.
Entre mis evocaciones figuran viejos sueños pendientes. Muchos viajes programados sin concretar. Conocer Cormòns, la tierra de mis ancestros; Hollywood y el valle de California; Cinecittá…
Tengo muchos momentos que desearía revivir con más detalles y no puedo. ¿Cuándo empecé a tener uso de razón? Parece una pavada, pero me gustaría saber qué pasó cuando reconocí a mis padres. Si les hice una sonrisa o fue un llanto. Nací cuando faltaban 40 años para que inventaran los celulares, no hay fotos con capturas de ese momento ni historias disponibles en el Instagram. Quisiera saber qué cosas hice siendo niño. A veces, alguien más grande me cuenta algo, pero no alcanza. Solo recuerdo que cuando tenía 6 o 7 años, una vez levanté la mirada y encontré a un hombre de cabellos claros con los ojos más celestes que he visto en mi vida y a una mujer de pelo negro con la mirada de quien ve lo que los demás solo pueden soñar. Sin duda eran ellos.
“Siempre me esfuerzo por activar la mayor cantidad de recuerdos posible”.
El viaje por la memoria parece una carrera de obstáculos. Algo se interpone y distrae. O te cambia de tiempo y lugar. Ahora me acuerdo de mis comienzos en publicidad. “Un buen aviso debe tener un título con menos de cinco palabras, un copy de hasta tres líneas, logo y eslogan visibles, y una imagen que explote en los ojos del lector”, me dijo Arturo Tarrés al segundo día de comenzar en su agencia. Y remató: “Pero sin una buena idea, todo eso es al vicio”. Reglas para un principiante, pero el maestro Arturo lo sabía todo sin haberlo estudiado.
Dejo volar mi cabeza y encuentro recuerdos extraviados de mi época universitaria, cuando queríamos cambiar el mundo y no sabíamos cómo. Y vuelvo atrás en el tiempo para corretear por Sampacho y andar en bicicleta entre los durmientes del ferrocarril. O adelanto para revivir el nacimiento de mis hijos.
En este manojo de emociones hay una que voy a guardar para la eternidad. Mi hermano Hugo tenía 9 años cuando perdimos a nuestra madre. Para calmar su dolor, nuestras tías le dijeron que se había convertido en una estrella del cielo. Enfundado en sus pantaloncitos cortos, por las noches salía al patio de casa buscando febrilmente esa estrella. “¿Cuál es mi mamá, tía?”, preguntaba. “Ves aquella, la más grande, la más brillante, la más hermosa, esa es tu mamá”, le decían. Y yo también me quedaba mirando.
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