Ese día, tras mirar su demacrado rostro en el espejo, Pedro se sentó en la cama e inclinó su espalda hasta meter la cabeza entre sus rodillas. Pronto serían las doce de la noche. Con ambas manos se atusó el cabello. Este gesto lo llevó a recordar los últimos meses vividos. Su vicio de jugador empedernido, las pérdidas de dinero en casinos y garitos clandestinos, y la relación con prestamistas usureros que lo endeudaron sin piedad. Pedro había dejado de creer en Pedro.
Ese dinero frágil volaba rápidamente de sus manos y volvía a alimentar el bolsillo de otros. La morosidad en el pago de sus compromisos alteró su precaria economía. Trató de evadirse en el alcohol, pero solo consiguió hundirse más. Muchas veces, terminó recostado en el mostrador de una fonda desconocida y se despertó, sobrecogido por un dolor que no cesaba. Un dolor que venía de la entraña de sus sentimientos.
A ello le sumó reiteradas inasistencias y escasa concentración en su trabajo, que finalizaron con la pérdida del empleo. Y comenzó a deambular buscando otro, pero era como estar metido en el carrusel de un hámster, nunca encontraba una salida.
Inevitablemente, la situación se trasladó a su hogar y afectó la relación familiar. Casi sin mediar palabras, aceptando su culpa, sintiéndose más solo que nunca, abandonó su hogar. Destrozado en cuerpo y alma, y arrastrando su miseria con las últimas monedas, Pedro dejó que sus pasos lo llevasen a ninguna parte en la desnuda soledad de esa ciudad ajena que, una vez más, le daba la espalda.
“A veces, para siempre es solo un segundo. Hay que aprovecharlo”.
Sin embargo, ese día, segundos antes de las doce de la noche, todavía sentado al borde de su cama, sintió que su cuerpo se inflaba de alegría. Fue como si en medio de la oscuridad una especie de rayito de luz se filtrase por debajo de la puerta. Casi un espejismo, un momento luminoso en la tormenta de su noche. Abrió la puerta y se dejó llevar. Cajas de luces iban jalonando el camino de sus ojos, una aquí, otra allá explotando en múltiples colores. Unos pasos más y comenzaban los sonidos, mágicos, cadenciosos. Risas, voces de niños, aplausos, vítores. Un giro y con su mano empezó a palpar pieles suaves y humectadas, terciopelos, roces estimulantes. Su nariz descubrió fragancias que no conocía, olores placenteros que flotaban orondos sobre el aura de un espacio encantado. Y su lengua, abierta a la incertidumbre, comenzó a recibir agua fresca que brotaba de manantiales aéreos, sin explicación a la vista. Sus sentidos resucitaban.
Al final del breve trayecto, lo esperaba el Sombrerero Loco. Sí, el de Alicia en el País de las Maravillas. Y le dijo lo mismo que a ella: “Solo debes recuperar tu muchosidad”. En el último segundo antes de medianoche, Pedro entendió todo. Volver a la esencia, a lo que sentía en su interior, lo que quería, lo que creía, retomar su confianza. Pedro había perdido su muchosidad cuando dejó de creer en sí mismo, de imaginar, de soñar. ¿Podría volver a comenzar? A veces, para siempre es solo un segundo. Hay que aprovecharlo, sobre todo si afuera es Navidad.