¿Invención humana o magnitud absoluta y universal?
El concepto del tiempo y las formas de medirlo han evolucionado a lo largo de la historia.
En el auge del racionalismo, Isaac Newton consideraba al tiempo como “una condición sólida de la naturaleza que permitía medir la velocidad y distancia que alcanza un objeto en movimiento”.
Contemporáneo, Albert Einstein proponía que “el tiempo varía en función del movimiento de quien lo observa y de la fuerza de la gravedad”. E ironizaba: “El tiempo no es más que una ilusión tercamente persistente”.
Si bien existen acuerdos generales en cómo nombrar períodos e intervalos, ciertas comunidades siguen eligiendo medir el tiempo por la posición del sol, diferenciando temporadas secas y lluviosas, y marcando etapas madurativas individuales no condicionadas por relojes ni por cumpleaños.
Como era previsible, los niños –su crecimiento, sus cambios– brindan otra manera de medir el tiempo.
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Atendí a Felipe desde que nació. En cada control médico mostraba una férrea salud y una llamativa curiosidad.
Al año de vida ya deambulaba, lo que facilitaba su exploración por cada rincón del consultorio.
Pateaba zócalos, saltaba en la balanza, abría cajones y, apenas podía, birlaba mis instrumentos de trabajo: la cinta métrica, el estetoscopio, el tensiómetro… los miraba, los chupaba e intentaba desarmarlos.
Pasaron los años y las revisiones médicas. Según sus padres, Felipe celebraba venir a control para jugar con “esas” cosas.
Un día descubrió mi pluma de tinta.
“Mido el tiempo como todos, solo he incluido otra manera de hacerlo”.
Uso estilográficas desde que recuerdo; disfruto de su diseño, de la sutileza del trazo y de la nostalgia que transmiten por una época en la que las cosas se hacían para siempre.
Por entonces yo usaba una Parker 61 de un llamativo color turquesa y capuchón dorado que Felipe adoraba tocar.
Apenas entraba al consultorio se abalanzaba sobre la pluma suplicando que se la regalara.
Yo respondía siempre igual: “Hoy no, Felipe; la necesito para trabajar” o “Cuando la sepas usar”.
Nada de lo que yo dijera amortiguaba sus ganas de apropiarse de la Parker, por lo que –mientras intentaba ponerla a salvo de su frenesí– apelaba a una frase que, con el tiempo, se convirtió en latiguillo usado con otros pacientes que pedían regalos similares: “Hoy no; cuando te recibas de médico/a te la regalo”.
Felipe no aceptaba postergaciones; se ofendía y, al irse, me dedicaba una mirada fulminante.
Los encuentros siguieron hasta sus 16 años y, en cada uno, la escena se repitió. “Cuando te recibas; ahora no”, decía yo, y él volvía a fruncir el ceño.
Egresado de mi consultorio, nos dejamos de ver.
Años después, alguien golpeó a la puerta de mi consultorio. Era un señor alto, delgado, con bigote espeso y anteojos.
“Buenas –dijo–. ¿Sabe quién soy?”.
“No”, respondí sincero.
“Soy Felipe. Ayer aprobé la última materia de Medicina; vengo por la pluma”.
Todo duró pocos segundos: el largo y tembloroso abrazo entre ambos, el llanto de su madre, buscar una pluma y regalársela.
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Sigo usando relojes, almanaques y festejo con puntualidad fiestas y aniversarios; mido el tiempo como todos.
Solo he incluido otra manera de hacerlo: la que marca el conmovedor trayecto de cada vida infantil a la que me asomo.