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La lata verde

El tipo entra sigiloso y decidido, con paso firme. Tiene en claro su objetivo: está buscando el tesoro más preciado del recinto, el que encierra la magia del sabor. Sin que me vea, yo lo estoy observando por el espacio que deja la puerta entreabierta. Aprovecha que su madre y sus hermanos no están y lo han dejado a mi cuidado. Sabe que soy bastante distraído y no tengo ni la tenacidad de su madre ni la voracidad de sus hermanos. Acaba de cumplir tres años, pero se mueve con firmeza en la cocina del departamento que alquilábamos en Belgrano al 200. Su búsqueda está guiada por alguna misteriosa convicción, como si caminara rastreando las legendarias miguitas de Hansel y Gretel. Muy próximo al objeto buscado, ocurre un imprevisto: atropella una bolsa con juguetes y cae al piso un pollito de plástico con sonido. Desesperado lo levanta y silencia su ruidoso piar. Después, ayudado por una silla, asciende hasta la mesada y llega al paraíso soñado: la cajita de lata verde, con el logotipo de Bagley estampado, que se había incorporado a la familia en una promoción de la marca y se utilizaba para atesorar eso que él busca con impetuoso desenfreno, los caramelos masticables Sugus, acomodaditos por colores y en cantidad abundante, que su madre se encarga de tener siempre en stock. Producto un poco de la suerte y otro de su enjundia, el tipo llega hasta la lata y abre la tapa como un profesional del delito, con la precisión y la concentración de un cirujano operando a corazón abierto. Por las dudas, antes de meter la mano mira hacia ambos lados para corroborar que no haya moros en la costa. Con la garra adentro, revuelve y selecciona: le gustan casi todos los sabores de esa golosina tan tentadora, pero prefiere los amarillos, los rojos y los celestes. Jamás elegiría los verdes oscuros, porque son de menta y eso no está en su patrón de gustos. Concentrado como si estuviera jugando la final del mundo de triciclos, gambetea los caramelos no deseados emulando a Messi en Qatar cuando mareaba al defensor croata enmascarado y selecciona los preferidos a sus anchas. En ese momento no sé si me corresponde entrar o permanecer oculto esperando el final de la escena. Gana la cordura y decido seguir mirando callado como un potus, hasta que el tipo pela papel y ensarta caramelo tras caramelo en su boca, uno y otro y otro, sin terminar de tragar el anterior. Cuando suma el octavo, aparezco y le pregunto qué está haciendo. Sorprendido y con la boca llena de Sugus multicolores intenta decirme “Gluubb ñiada mmpapá”, pero no se le entiende nada. Opto por abrazarlo con todas mis fuerzas y darle un beso gigantesco, un poco apañándolo en complicidad, otro poco agradeciendo que sea parte de mi vida. 

“El tipo llega hasta la lata y abre la tapa como un profesional del delito”.

Nacho, mi hijo, el implacable e insaciable ladrón de Sugus, ya cumplió 30 años. No sé por qué esta historia tan tierna apareció entre mis recuerdos. Tal vez porque él ya tiene una buena edad para empezar a devolverles caramelos a sus hermanos. O simplemente porque me llena de felicidad volver a vivirla. 

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