Antes no me gustaba mucho escuchar narraciones sobre bodas. Las juzgaba demasiado personales. Si la contaban los parientes de los recién casados, seguro que la decoraban con almíbar; si la narración venía de algún neutral, no faltaban críticas al relleno del canapé, al champagne poco frío o al vestido de la novia. Y si el relato era contado por alguien que no fue invitado a la fiesta, agarrate fuerte porque revoleaba la media sin piedad.
Cuando me tocó ser padrino en la boda de mi hija, mágicamente cambió esa percepción, entendí el valor que tiene. Nadie es inmune a los afectos. Y puede que ese día haya hecho mucho calor. Puede que no haya sido la única boda en el mundo. Puede que en el viaje que hicimos juntos a la iglesia yo la siguiera viendo como la nena de cuatro años que me llevaba a Blockbuster de la mano para elegir las películas del finde. Puede que el trayecto dentro del templo me haya parecido demasiado corto. Puede que no esté de acuerdo con la liturgia del matrimonio. Puede que me haya maravillado con las voces del coro y no haya escuchado las palabras del sacerdote. Puede que más de una vez haya girado la cabeza para ver si mi nieto, el hijo de los novios, estaba quieto. Puede que, junto a su madre y sus hermanos, una, o varias lágrimas, nos hayan impedido ver completa la ceremonia. Puede que al llegar al altar le haya dado el abrazo más sentido de nuestra vida.
“Había mucha emoción, de esa que se te pega del lado de adentro de la piel”.
Pueden ser esas y muchas cosas más. Había mucha emoción dando vuelta, de esa que te encuentra con la guardia baja y se te pega del lado de adentro de la piel. Como padre, quería ver el rostro encantado de mi hija irradiando una luminosidad deslumbrante, esa que solo es posible cuando alguien es inmensamente feliz. Quería acompañarla con la mirada, estar ahí, más cerca, quería sentir los latidos de su corazón de la misma manera que cuando era chiquita yo apoyaba el oído sobre su pecho. Al fin y al cabo, la sangre es el mejor vehículo para traccionar la carroza de la felicidad.
Ella, Agustina, se estaba casando con Sergio, su hombre elegido. Un año y medio atrás, ambos vivieron una situación límite. A él le descubrieron un tumor benigno en la cabeza y el sismógrafo de los temores repiqueteó en todos los rincones familiares. Los médicos estuvieron operándolo durante nueve horas. Ni bien salió de la terapia, una semana más tarde, ella lo esperaba con un regalo que iluminó toda la oscuridad de la escena anterior: estaba embarazada de Conrado. Casi un milagro de coincidencias. Ese momento los unió férreamente y fue la motivación más poderosa para que él se recuperara. Ella siempre estuvo a su lado. Y ni bien nació Conrado, decidieron casarse. El resto fue una fiesta del alma.
A esta altura, he descubierto que detrás de los relatos sobre bodas, o a la par, se esconden cosas maravillosas, momentos irrepetibles que se van encadenando. La vida se nutre de esos momentos para construir un camino, un viaje. Y en ese viaje importa más el trayecto que el destino. Solo deseo que los tres no se detengan nunca, que su viaje sea infinitamente eterno.