Muchas personas sienten habitar un mundo donde (casi) todo es desechable.
La tecnología –su obsolescencia programada– condiciona una creciente cultura del desecho.
El proceso parece haberse gestado en estrategias de mercado que reemplazan artículos durables por otros más “eficientes, livianos y de plástico”.
Con el tiempo, este hábito de desapego parece contagiarse al mundo de los vínculos personales, a los afectos.
Por estilo o por nostalgia, muchos resisten conservando objetos y también lazos emocionales. En muchos influye la condición de descendientes de inmigrantes, personas que atesoraban lo conseguido con esfuerzo. Para aquellos, los bienes no solo significaban utilidad, sino identidad.
¿Quién no recuerda a un abuelo por los anteojos –siempre los mismos–, al tío por su gorra –siempre la misma– o a una abuela por el perfume, que más que una fragancia era una presencia?
Otras personas se aferran a lo permanente con adornos domésticos heredados –en especial, esos platos y copas “de la abuela” guardados bajo llave y que solo aparecen en reuniones especiales–.
Una bisagra simbólica del descarte fue la aparición masiva de pañales desechables.
Cuando estas prendas reemplazaron a los de tela, todo debió ser pensado de otra manera. Aquellos estandartes blancos oreándose al sol viraron a uno de los contaminantes más peligrosos del planeta, y desde entonces –década de 1990– chicos y chicas han crecido en la naturalidad del recambio.
Sin diferencias de accesibilidad económica, niños y niñas son testigos del reemplazo imparable de relojes, parejas, teléfonos, amigos, televisores, promesas o planchas.
Otra alegoría del cambio conceptual son las fotografías. Las de papel, pegadas con prolija simetría en álbumes de tapa dura, cedieron el lugar a imágenes digitales, fugaces e invisibles por numerosas.
“La cultura de lo desechable amenaza con naturalizar los compromisos efímeros”.
La pérdida de las fotos-objeto como recuerdos corpóreos, palpables, es otra bisagra que sembró caducidad.
No obstante, las nuevas generaciones se adaptan a lo desechable. Piensan que es ilusorio detener el tiempo, así como un error intentar vivir idealizando el pasado.
Algo de razón tienen. Hoy disponen de una refrescante libertad para cuestionar situaciones rígidas, para despejar hipocresías y para aliviar convivencias familiares que, aferradas al pasado, enferman.
Lo que tal vez no se advierte durante la niñez es la pérdida de la capacidad de identificar “andamios afectivos” que les eviten crecer en la pura fugacidad. No solo objetos, sino lazos emocionales que brindan la protección indispensable para crecer.
La cultura de lo desechable amenaza con naturalizar las relaciones precarias y los compromisos efímeros, contradiciendo la atávica necesidad infantil de contar con objetos perdurables y con vínculos estables.
Ya nada ni nadie puede impedir que los chicos vivan en un planeta de desechables, pero alguien debería asegurarles la previsibilidad que tanto reclaman con su voz y también con sus síntomas.
La salud infantil se construye (también) con promesas cumplidas, afectos sinceros, palabras interpuestas como lazo humano y, siempre, con presencia genuina.
Eternidades que, al combatir la fugacidad, curan.