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Para siempre

Tuvo varios novios. No le alcanzan los dedos de las manos para contarlos. Eso era mal visto en el pueblo, donde el eco detrás de las persianas reclamaba castidad para entrar a la iglesia. 

A ella no le importaba demasiado. Era bonita y deseada. Libre de prejuicios, armaba y desarmaba sus parejas más allá de la atracción física o del grosor de la billetera del candidato. Ella lo definía como “densidad de latidos”. Si su corazón inquieto le marcaba una densidad por encima de los siete grados en la escala Ritcher, era sí. Pero cuando se producía una abrupta baja en la seguidilla de temblores, decidía meter el bisturí a fondo, extirpar sin anestesia y comenzar otra búsqueda. Borrón y cuenta nueva.

Cuando cumplió 39, la rotación de novios registró una sensible merma que le hizo replantear el tema de la “densidad”. Si bien la soltería nunca fue una sombra amenazante, a cierta edad muchas mujeres sienten una especie de ansiedad que les sacude la zona intestinal.

Fue por ese tiempo de cuestionamientos cuando apareció José María. Un masculino de buen porte, devenido de la política. Había sido concejal por el Partido Socialista y después diputado provincial. Declaraba 54 y retornó al pueblo para ejercer de abogado. Conservaba el aura que suelen dar los cargos públicos, una mezcla extraña entre admiración y envidia, que bien se la hacían notar los parroquianos. Y llegaba con tres divorcios al hilo. Palo y a la bolsa. Su fama de seductor incorregible crecía junto a las canas que le tupían la cabeza.

Por casualidad, coincidieron en la procesión de la Virgen. Justo cuando el párroco estaba dando la bendición a la santa patrona, ella inventó un choque de cuerpos con él. Entre la devoción y la intención, se generó un saludo mutuo. Y después del saludo llegó una cita en el café El Lido.

“Esa emoción singular llamada amor había hecho otra de las suyas”.

En la charla desnudaron sus secretos. Al agotar el rosario de temas comunes, descubrieron que tenían similitudes impensadas segundos antes. Una especie de hilo rojo, similar al de la leyenda oriental, parecía unirlos como un bollito de Poxilina bien mezclado. 

A los 15 días, cuando la densidad de latidos hizo repinporotear el sismógrafo local, coincidieron en que era momento de casarse. Y fueron al altar tomados de la mano. Parecía una imagen infantil, casi irresponsable, nadie daba dos mangos por el futuro de la pareja. 

Sin embargo, los astros se alinearon. Cuando ella murió, 40 años más tarde, su cuerpo dormido seguía registrando la misma densidad de latidos que tuvo en la charla del café El Lido. Y él, viudo con más de 90 pirulos, les reconoció a sus hijos que fue inmensamente feliz. “Cada vez que ella me tocaba la mano –dijo con honorable sinceridad–, las tripas organizaban una revolución y mi corazón se transformaba en una orquesta sinfónica”. De ello puede dar testimonio el médico del pueblo: tenía que hacerle chapa y pintura a su estetoscopio cada vez que lo apoyaba en ese corazón enamorado.

Ni la psicología, ni la poesía y ni siquiera la química podrían explicarlo, pero esa emoción singular llamada amor había hecho otra de las suyas. 

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