¿A cuánto cotiza una alegría? Hay momentos en los que llegás a ella rápidamente y otros que las demoran. Seguro tuviste una cuando tu vieja te puso una curita en la rodilla raspada o cuando tu viejo te mostró cómo afeitarte. O cuando aprendiste a manejar el auto, o cuando levantaste por primera vez esa tonelada de amor, pis y caca que era tu hijo. Con cada alegría aprendiste a valorar lo valorable. Y su contracara, el dolor, te enseñó a disfrutarlas más.
A través de la alegría fuiste encontrando tu identidad. No fue algo que te exigió demasiado trabajo. De un chasquido saltan tres o cuatro en el acto. Y si buceás por tus orígenes o escarbás un poco en la tierra que te parió o simplemente dejás navegar tus pensamientos en una siesta de otoño, vas a encontrar historias que siempre tienen algo para alegrarte.
Por ejemplo, el fútbol. Sabés que, a diferencia de otros deportes, el fútbol no tiene tiempos ni espacios. Podés jugarlo cuando el sol te clava su daga en el epicentro del bocho o cuando llueve y la cancha se llena de pescaditos, o cuando el frío te hace tiritar más que a Di Caprio en la tabla del Titanic. La alegría corre al lado.
“SI BUCEÁS POR TUS ORÍGENES, VAS A ENCONTRAR HISTORIAS QUE SIEMPRE TIENEN ALGO PARA ALEGRARTE”.
Y lo podés jugar con una pelota de trapo, con las saltarinas de goma, con una número 5 pinchada o desinflada, o con las que armabas con tus amigos rellenando un pulóver con hojas de diario arrugadas y anudando las mangas al medio. La alegría rebotaba en cada pique.
Si eras medio patadura, te mandaban al arco, a los de cintura de amianto los ponían de 4, los petisos habilidosos jugaban al medio y los lungos iban de pesqueros. Y una primavera en la que aún tenías el alma al alcance de la mano, lograste la inmortalidad doméstica embocando un empate agónico en el último segundo del partido contra los garcas de barrio norte. Justicia poética y alegría desmesurada.
Es cierto que ninguno de la barra fue convocado para jugar la Champion. Muchos ni siquiera pudieron entrar a un campeonato relámpago del club del barrio. Pero aquí seguimos vivos, llenos de alegrías efímeras, tirando caños, resolviendo gambetas en una baldosa, metiendo pelotazos al claro, mariscales del área, inspirados gladiadores en el barro, dueños de la pelota, eternamente morfones.
La vida no es, no ha sido nunca, un empate en el último minuto. Tampoco es, no ha sido nunca, una Coca fresca a la salida. No es ni debe haber sido nunca así, pero así es como fuiste el más feliz de los mortales.