Todo aquel que se considere “cabeza de familia con hijos” sabe que marzo es un período caótico; una etapa de agitación masiva, un desorden que, aunque conocido, logra ponerle los pelos de punta a cualquiera.
El torbellino incluye organizar horarios, transporte, vestuario y numerosos requisitos escolares que conmocionan hasta a los más previsores.
Es que la pausa estival contiene un idealismo que ilusiona con que –este año sí– será posible encarar actividades largamente postergadas. Se imaginan mil proyectos deseables: fútbol, danza, pintura, básquet, idiomas, patín, artes marciales… la lista es interminable, y todo parece realizable. Pero las vacaciones –con o sin descanso– terminaron, y en marzo dos factores principales bañan de realidad esos idílicos proyectos: el tiempo y el dinero disponibles.
Por ello, a poco de transitar el mes solo quedan en pie una o dos actividades agregadas al colegio obligatorio. Y para cada una es necesario gestionar otra vez el certificado único de salud (CUS), que, además de trámite tedioso, constituye una oportunidad para que profesionales de la salud confirmen que chicos y chicas gozan de buena salud, aceptable visión, suficiente audición, dentadura en condiciones y vacunas al día.
En este año se agrega la inmunización preventiva para COVID-19 desde edades tempranas. Luego de discusiones, dudas y contramarchas, la evidencia científica parece confirmar que la inmunización de emergencia es segura con las marcas de vacunas disponibles: una china, indicada desde los tres años y en dos dosis separadas por al menos 21 días. La otra, americana, fue aprobada para niños desde los cinco años y con idéntico esquema.
“Quizás la tarea más difícil para los cuidadores es devolver a los chicos ritmos de sueño y vigilia ‘normales’”.
Hasta el momento no se han publicado trastornos infantiles asociados al uso de dichas vacunas. Y si bien los niños se infectan de modo leve, no pueden quedar al margen del plan para enfrentar la pandemia, que es erradicar el virus de la comunidad.
Otras tareas recargan marzo. Quizás la más difícil para los cuidadores es devolver a los chicos ritmos de sueño y vigilia “normales”, a partir de reducir los tiempos frente a las pantallas de distracción, de comer en horarios regulares y de descansar, además de dormir.
Este desafío luce titánico en tiempos en que las rutinas hogareñas parecen haberse perdido. Desayuno, almuerzo, merienda y cena son términos que suenan anacrónicos en la vida de la mayoría de los chicos, acostumbrados a ser atendidos y a demandar entretenimiento sin pausas (o con pausas parchadas con videos, series televisivas y precoces intervenciones en Instagram). Los sucesivos confinamientos establecidos en los dos años pasados agravaron lo que ya se insinuaba: una falta de rutinas hogareñas que den algún formato a la jornada de los escolares.
Sepan los mayores que, sin distinción de grupos sociales, niños, niñas y adolescentes darán batalla. Cavarán sus trincheras en el escaso interés, en el mínimo esfuerzo y en la postergación de obligaciones. Y todo ello, como insólita consecuencia del deseo más difundido entre padres, madres, abuelos y demás malcriadores: que sean felices.
Aunque este marzo recargadísimo vuelva a demostrar que no hay felicidad sin esfuerzo, disfrute sin empeño, ni crecimiento sin dificultades.