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La prima

Con ella no. Con ella no te metas, ese era el mandato secreto entre todos los primos. Ella, nuestra prima más bonita, era solo nuestra. Impoluta, traslúcida, sublime, intocable. Vivía en nuestra imaginación y era el objeto de culto, venerada por la generación más joven de la familia. Con ella, no, ni, nunca, jamás, en absoluto, ni lo intentes salvaje bandido del oeste, como decían en las películas de cowboys que daban los sábados. Con ella solo cabía la adoración en silencio. 

La edad de la cofradía de primos rondaba entre ocho y once años, pero ella era un poquito más grande, tal cual lo exige el “Manual de las primas deseadas”. 

La naturaleza, con esa infinita crueldad que reserva a muchachos como nosotros, fáciles de encandilar, había querido dotarla de un juego de turgencias, trayectorias oblicuas y caminata candorosa cuya mera contemplación inducía a un estado cercano al paro respiratorio. Sus ojos, el perfil de sus labios, aquellos dientes blancos y la lengua rosada que se veía cuando sonreía obnubilaban el escaso espacio libre que flotaba en nuestros cerebros calcinados. 

Un tórrido fin de semana de febrero, por vaya a saber qué razón, varias de nuestras familias coincidieron en Córdoba. La familia de la prima linda también. Como buenos descendientes de friulanos, mientras más éramos y más juntos estábamos, más felices nos sentíamos. La pequeña casa de la tía Rosa nos albergó para el asado del mediodía. 

A la siesta, el calor se hizo sentir y algún tío sudoroso lanzó la propuesta: “Che, por qué no vamos a pasar la tarde al río”. Algunos habían venido armados con el equipo matero y toallones. “Si no tenés malla, bañate en calzoncillos”, me dijeron, sin tener en cuenta la suprema vergüenza que sentiría al hacerlo frente a la prima. Conseguí que me prestaran algo parecido a una malla y me la puse.

“Quiso el destino hacer una jugada magistral, que me ubicó en el terreno más cercano a la gloria”.

En este punto, quiso el destino hacer una jugada magistral, entre espiritual y mística, que me ubicó en el terreno más cercano a la gloria. En efecto, en el furor por partir al río, los integrantes de la familia empezaron a ponerse los trajes de baño en cualquier sitio disponible. La prima, como toda doncella sabedora del efluvio que desplegaba, eligió hacerlo en solitario en el dormitorio mayor. Tal vez por mis súplicas o por un simple golpe de suerte, la puerta del dormitorio se entreabrió unos 15 centímetros y dejó libre el espejo que enfocaba el cuerpo de la prima en plena acción de desvestirse y vestirse. Durante treinta segundos, no escuché, ni vi ni sentí nada. El mundo había desaparecido. Solo percibí el batir de las alas de un ángel que me regalaba la visión del milagro de la vida, la belleza absoluta. 

Fue una epifanía que exorcizó todos los demonios hormonales de mi cabeza. Si existía Dios, acababa de verlo. Después de esa escena no recordé nada más, ni siquiera si fui al río, a la montaña o a visitar el museo Rocsen de Nono. Y varios días después todavía andaba como zombi, sin saber mi nombre. Solo tenía en la cabeza aquella imagen celestial de la prima, obsequiándome el primer premio en la lotería de los sueños imposibles. 

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