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Gróstolis

De un lado de la mesa estaban ella y Paula, su cómplice incondicional. Del otro, cuatro pares de ojos que admiraban su destreza. Ella, ellas, mezclaban con magia de hechiceras los componentes de una amalgama artesanal, destinada a alegrarle el día al ejército de observadores pasivos.

Dos huevos, harina a voluntad, una taza y media de leche fresca, algo de azúcar y una pizca de manteca casera, más los ingredientes secretos que solo ellas sabían dosificar: vainilla en rama y ralladura fina de limón amarillo. Listo. Con eso elaboraban una masa suave y esponjosa que emanaba un halo de música celestial. El toque gourmet estaba en saber cómo intercalar los componentes, cuánta intensidad darle al batido, cuándo dejar reposar la mezcla y, sobre todo, con qué repasador ligeramente húmedo cubrir el magma encantado. Ni un alquimista matriculado hubiera podido alcanzar ese grado de equilibrio sobrenatural. 

Después, el palo de amasar hacía lo suyo. La masa se estiraba más que la telaraña de Spiderman y llegaba a quedar casi transparente. Una rueda dentada se encargaba de cortarla en forma de rombo o de arabescos que requerían una estructura más arquitectónica. En ese momento, los cuatro mirones eran invitados a colaborar. Con infinita paciencia, ella le tomaba la mano a cada uno y los guiaba en el corte, que debía ser perfecto. Daniel Salzano decía que “el amor es como el chorro de vapor que suelta el corazón de las ballenas”. Bueno, los cuatro sentíamos que ese chorro nos despeinaba cada vez que deslizábamos la cuchilla.

“Dicen que la receta original la trajeron los abuelos gringos desde el norte de Italia”.

La parte final era la más emocionante porque entrañaba cierto peligro: había que introducir los rombos en la vieja cacerola negra de acero que tenía aceite de girasol caliente, no hirviendo, para que burbujearan y se cocinaran. Cuando estaban dorados se los sacaba y se los dejaba decantar sobre una fuente Pyrex cubierta con papel de estraza, encargado de absorber el sobrante oleoso. Una fina lluvia de azúcar impalpable coronaba la obra maestra.

Ellas los definían como “gróstolis”. Dicen que la receta original la trajeron los abuelos gringos desde el norte de Italia, más precisamente de la provincia de Trento. Pero en el pueblo, se difundió entre las etnias más diversas. Todos los días eran buenos para preparar esos pastelitos deliciosos, aunque en realidad los viernes eran los ideales, ya que terminaba la semana y eran un premio por portarse bien. Ella, mi madre, los hacía con la ilusión de que durasen hasta el sábado. Nunca llegaron a sobrevivir media hora en la Pyrex, porque se sumaba la banda de primos al festejo. Hasta el azúcar impalpable que había quedado en la fuente era untada con la punta del dedo índice humedecido y devorada sin misericordia. 

Gróstolis. Siempre sobrevuelan por mi mente el olor y el sabor que me devuelven a una niñez donde la felicidad me entraba a puñados. Y me unen a una gente y un territorio que mi mente se niega a abandonar. Cuando crecí y mi cuerpo se trasladó a una ciudad maravillosa, yo no estaba maravillado. Me faltaban ellas y los gróstolis que nunca volví a encontrar. 

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