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Dos rayitas

Nunca pensé que dos rayitas pudiesen cambiarle la vida a alguien. Siempre asocié las rayitas a esos dos palotes temblorosos que hacíamos cuando éramos muy niños, queriendo empezar a escribir. O a esas dos líneas con las que dibujábamos el signo igual cuando aprendimos a sumar. O a las marquitas que dejábamos en los eucaliptus, de puro aburrimiento.

Pero aquel domingo a la mañana, cuando dos mujeres alborotadas me despertaron bastante temprano, entendí que había otra clase de significado para las dos rayitas. Más tarde supe que ese domingo no iba a ser igual a otros. Las dos mujeres eran Viviana, mi señora, y Agustina, mi hija mayor. Ambas estaban llorando al pie de la cama y eso me asustó un poco, porque los despertares abruptos suelen desacomodar las ideas y uno es propenso a dejarse dominar por el sentido trágico de la vida. Pero ellas lloraban por un motivo maravilloso, de esos por los que vale la pena dejar correr las lágrimas. Una de esas mujeres se estaba convirtiendo en madre y la otra en abuela, simultáneamente. 

Dos rayitas en el test de embarazo habían confirmado el milagro de la gestación. Eran el símbolo de esa puerta invisible que se abre a un mundo encantado y a una primavera eterna llena de luces. Una pancita que crece, transportando un sueño transparente que se mueve y se agita, un corazoncito que se hace escuchar, un cuerpito que se va formando según la genética. Y una nueva libertad que asoma para que la dejen desarrollar sin condicionamientos. 

Recordé mi rol de padre lleno de defectos, siempre llegando tarde a las ecografías de mis hijos, faltando a los actos de fin de año o a las reuniones del colegio, o privilegiando el trabajo por sobre la familia. Eso nunca más a partir de ese momento.

“Aquel domingo entendí que había otra clase de significado para las dos rayitas”

Porque esas dos rayitas me estaban regalando un cargo para el cual me había estado preparando, pero sin saber si podría dar la talla: el de abuelo. Incorporarme al club de abuelos del mundo es una distinción que no admite comparaciones. Es sumarse a un grupo humano increíble, geográficamente disperso y lleno de personas fantásticas que hacen cosas sorprendentes por sus nietos. La mayoría son seres sabios y buenos que le dan un nuevo sentido al otoño de sus vidas, a partir de la llegada de otro ser, mucho más chiquito e indefenso, que requerirá su incondicional cariño. 

Y no es un cargo menor. Exige mucha responsabilidad, alto compromiso y dedicación a tiempo completo, yendo y viniendo, llenando espacios, supliendo tiempos y, por sobre todo, teniendo una entrega incondicional. Un abuelo nunca falla.

Estoy seguro de que Agustina será una madraza, que Sergio hará lo imposible por ser un buen padre, que Viviana estará en el podio de las mejores abuelas del universo y que, en su querido Sampacho, la seño Inés, con sus 84 años, abrirá el grifo de sus ojos antes, durante y después de abrazar a su primer bisnieto. Humildemente, yo solo espero estar a la altura de este desafío que me regala la naturaleza y portar con dignidad la magia de un título soñado. No es mucho lo que pido, pero es todo lo que sueño. 

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