Una práctica consolidada entre mineros ingleses del siglo 19 era bajar a los túneles de carbón llevando jaulas con canarios. Confiaban en que las aves podían detectar a tiempo la presencia de gases nocivos en el ambiente y eso permitía, ante emanaciones peligrosas, salir a la superficie sin daño.
A modo de canarios de mineros, los actuales alumnos parecen advertir intoxicaciones en una sociedad aún impactada por los años “pandémicos”, que, además de angustia y desconcierto, causaron una dolorosa pérdida de rituales de convivencia.
Vislumbrando el final del año escolar, persisten carencias educativas en numerosos niños, niñas y adolescentes, así como su escaso apego a las normas institucionales.
Son niños de nivel inicial que siguen llorando y negándose a entrar al aula. No advierten que ya dejaron de ser bebés, y se aferran a chupetes, pañales o biberones como el primer día.
Hay alumnos de los primeros grados de primaria que se asoman a la lectoescritura y las operaciones matemáticas como a jeroglíficos egipcios.
Y otros de secundaria que, todavía en octubre, deambulan por los pasillos buscando entender su rol en el entramado educativo.
Tal vez un año lectivo no ha sido tiempo suficiente para compensar el deterioro acumulado en los previos; al inicio por la amenaza de un virus mortal y, luego, por las sucesivas adaptaciones que asumieron para seguir siendo “aprendientes”.
Quienes culminan tercer grado y tercer año fueron los más afectados. Ellos y ellas transitaron los años anteriores prácticamente sin rutinas presenciales y bajo el permanente temor de la enfermedad o muerte de alguien cercano. Basta volver a marzo de 2020 para comprender la dimensión de lo vivido por entonces.
“Son aves que avisan que la familia decidió tercerizar la educación”.
Quizás esto explique –en parte– las dificultades de alumnos y docentes en el proceso de enseñanza y aprendizaje, aunque resulta más complejo develar por qué tantos chicos y chicas perdieron la capacidad para comunicarse con otros, comprender y acatar normas, y llevar adelante consignas.
Dichas carencias siguen apareciendo en repetidos conflictos escolares, indisciplina, acoso en el aula y en múltiples consultas a pediatras y psicopedagogos, entre otros especialistas.
La pérdida de identidad escolar durante la pandemia “dura” fue innegable; se postergó su condición de alumnos y hoy persisten las secuelas.
Nadie duda de la capacidad de las nuevas generaciones; por el contrario, sus habilidades y astucias deslumbran. La incógnita es otra: si transcurrieron la pandemia en sus hogares, ¿son estos sitios donde se lee, se escribe y donde se realizan cálculos sencillos para resolver problemas de la vida cotidiana?
Si la respuesta es no, los chicos serían verdaderos canarios de mineros que advierten la pérdida de jerarquías y de aprendizajes familiares.
Son aves que avisan que la familia decidió tercerizar la educación y que la escuela asume responsabilidades de crianza que no le corresponden.
En condiciones normales, al colegio deberían entrar niños educados.
Porque si leer, escribir y comprender textos y operaciones matemáticas se consideran solo tareas escolares, una verdadera intoxicación social está ocurriendo.
Y los niños-canarios, los aprendientes, lo declaman a viva voz.