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Pandemiopatías

Transcurrido un año de pandemia por COVID-19, niños, niñas y adolescentes aparecen como el grupo etario menos afectado por el virus.

La mayoría no muestra síntomas, mientras que en otros las molestias son leves y de corta duración. Solo el síndrome multisistémico inflamatorio pediátrico presenta gravedad, aunque es un cuadro “infrecuente y tardío; respuesta inmune postinfecciosa en pacientes con susceptibilidad genética”, según la Sociedad Argentina de Pediatría.

Esto tranquiliza a los padres, quienes modificaron su inicial preocupación infectológica por la emocional, al comenzar a ver conductas generadas en sus hijos por el aislamiento, la pérdida de colegio presencial y el miedo a la muerte, entre otras incertidumbres.

Resulta difícil medir el impacto emocional infantil. Procesos traumáticos ocurridos en diferentes épocas demostraron que el daño real se pudo conocer mucho tiempo después.

Pero considerando que los cambios de humor aparecieron (y desaparecieron) en los hogares con la característica variabilidad infantil, no resulta arriesgado afirmar hoy que la salud mental de los chicos no fue afectada.

Es verdad, todos mostraron síntomas en diferentes momentos de la cuarentena: tuvieron enojo, tristeza, apatía, miedos y algunos retrocesos madurativos. No obstante, esas expresiones se revirtieron, probando que eran modos con los que los chicos –mayoritariamente sanos– protestaban por el cambio de rutinas y reclamaban volver a lo conocido, a lo seguro.

Otras voces, en cambio, interpretaron los síntomas como enfermedades

“Para alivio de padres y cuidadores, los chicos han salido airosos de este monumental desafío”.

Algunos padres angustiados pensaron que aquellas conductas serían permanentes o dejarían secuelas. A medida que avanzó la pandemia comprobaron que llantos, berrinches, pis nocturno, persistencia de chupetes y biberones, retraimiento o tristeza en sus hijos eran expresiones normales de personas con facilidad para rezongar.

Pero fueron otras voces las preocupantes: las de algunos “expertos” –insólita palabra en un fenómeno inédito– que se apresuraron a definir síndromes o trastornos de salud mental infantil por el aislamiento. Con una precipitada vocación por patologizar toda conducta atípica, aplicaron diagnósticos que no parecían hipótesis, sino lápidas.

Por distintas razones, algunos (pseudo) científicos/divulgadores definieron que, en realidad, los niños introvertidos sufrían estrés postraumático; los tristes, depresión; los hartos del Zoom, síndrome negativista desafiante; y los que elegían dormir con sus padres, trastornos madurativos.

La evidencia mostró algo diferente: que los chicos expresaban sus miedos, sus cansancios y sus rebeldías con reacciones normales. Y que los pocos que enfermaron seriamente ya mostraban alteraciones antes de la cuarentena.

Las estigmatizantes pandemiopatías propuestas no fueron sino la continuidad de una línea de pensamiento de algunos profesionales que, desde siempre, intentan interpretar toda expresión infantil como enfermedad. Para alivio de padres y cuidadores, los chicos han salido airosos de este monumental desafío.

Como hasta este momento el virus no parece dañar a los chicos, tampoco deberían hacerlo diagnósticos intempestivos.

Los niños siempre son niños, no síndromes

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