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Misterioso encuentro

En mi pueblo, yo vivía al lado de la casa de servicios fúnebres. Cada vez que volvía del colegio, debía pasar obligatoriamente por el frente y un miedo razonable recorría mi espinazo. Desde el interior, los ataúdes me desafiaban exhibiendo la tristeza infinita de sus marrones. Mi portafolio flameaba del temblequeo, haciendo chocar los lápices, el compás y el sacapuntas en la cartuchera. 

Una noche fría de invierno, la funeraria fue escenario de un misterioso encuentro. La casualidad estuvo de nuestro lado: con dos primos jugábamos en el pequeño jardín de casa, pegado al lugar de los hechos. A eso de las once de la noche, vimos la silueta sospechosa de un hombre en la esquina, buscando la zona menos iluminada. 

Nos ocultamos tras los geranios que cultivaba mi madre y vimos cómo, con suma parsimonia, sacó un atado de Saratoga, encendió un faso y, dando una pitada larga y profunda como los publicitarios de Mad Men, lanzó el humo rumbo a la luna. Caminó tres pasos y acomodó el cuerpo en la oscura soledad de la puerta funeraria. Enfundado en un sombrero de media ala, chanfleado sobre la frente, el tipo metía miedo. 

Las tímidas luces de la calle rebotaban en el asfalto húmedo y se perdían en la intensidad de esa noche de dos grados bajo cero. No había un alma en la calle. Éramos los únicos testigos. El sujeto tenía toda la pinta de un cazador que estaba esperando su presa. 

“Lo verdaderamente loco del tema era el lugar del encuentro: la oscura y fría antesala de una pompa fúnebre”

Aguantamos más de media hora, ateridos de frío y sobrexcitados por averiguar qué hacía el hombre del sombrero en la oscuridad. No movíamos ni las pestañas. Al ratito, notamos que alguien se acercaba caminando. ¡Era una mujer…! Y venía derecho a la zona de peligro. Cruzó la calle tapándose el rostro. Cuando estaba a cinco metros, esperábamos lo peor: el asalto del hampón y la desgracia para la muchacha. 

Pero sucedió todo lo contrario. El tipo que metía miedo resultó ser un tierno amante temeroso, que estaba esperando a la chica para bañarla con su amor prohibido. Se fundieron en un abrazo de cien manos encimadas y se besaron con más pasión que Michael Douglas y Sharon Stone en Bajos instintos. Sin demorar, partieron de la mano con rumbo desconocido, pasando frente a nuestras narices. En ese momento los reconocimos. Él era un humilde obrero de la construcción; ella, la mujer de un conocido profesional del pueblo. Ambos estaban viviendo un fogoso romance clandestino. 

La situación se repetía lunes, miércoles y viernes, los días en los que el marido iba a jugar al póker al Club Social. Perseguimos a los amantes varias noches, pero llegábamos hasta donde la valentía no nos hacía ensuciar el calzoncillo. Ellos se perdían en una zona demasiado oscura tras el ferrocarril. Solo supimos que el romance duró poco, dejaron de verse y nuestra tarea de Sherlock Holmes llegó a su fin. 

Lo verdaderamente loco del tema era el lugar del encuentro: la oscura y fría antesala de una pompa fúnebre. A veces el amor y la muerte se enamoran. Y los lugares de encuentro son insignificantes frente al fuego que recorre esos cuerpos. 

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